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CURIOSIDADES DE LA HISTORIA

Iniciado por papo1, Mar 12, 2023, 08:23:38

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Muerte entre llamas: Juana de Arco en la hoguera
Tenía 17 años, pero las fuentes de la época la describen como una joven valiente, fuerte y con un gran sentido común. Experimentó visiones celestiales que le pedían que ayudase al rey de Francia en su lucha contra los ingleses durante la Guerra de los Cien Años y así lo hizo. Sin embargo, los mismos intereses políticos que la encumbraron como una heroína, la terminaron condenando a la muerte más cruel: quemada en la hoguera.

TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST
Hoy vamos a hablar de la ejecución de Juana de Arco, la adolescente que fue encumbrada y destruida por el fervor religioso y las intrigas políticas de la Francia del siglo XV.

Veinticinco años después de la muerte de Juana de Arco, un tribunal eclesiástico revocó la sentencia que la había llevado a la hoguera. Tras revisar la documentación del juicio original y entrevistar a más de cien testigos, el jurado llegó a la conclusión de que la sentencia había sido injusta y engañosa. Juana de Arco era inocente, y, con el nuevo juicio, su nombre quedaba limpio de las acusaciones de herejía por las que había sido condenada y ejecutada. Así empezaba a crecer la leyenda de la Doncella de Orleans, la heroína nacional de Francia.


¿Pero qué hizo Juana de Arco para que la condenaran a morir en la hoguera por hereje? Entre otras cosas, Juana desafió a la Iglesia Católica, asegurando que Dios se comunicaba con ella directamente... y que lo hacía para decirle que debía expulsar al ejército inglés de Francia. En una época en la que las guerras se libraban en nombre de Dios, religión y política se entrecruzaban peligrosamente. Y historia de Juana de Arco es un buen ejemplo de ello.

En el siglo XV, ingleses y franceses se disputaban la corona de Francia. El conflicto venía de lejos: en el año 1066, el rey normando Guillermo el Conquistador se había hecho con el control de Inglaterra; y desde entonces, los reyes ingleses habían considerado que esta conexión les daba un interés legítimo sobre los territorios del otro lado del Canal de la Mancha. En 1337, Inglaterra le declaró la guerra a Francia, y así comenzó la Guerra de los Cien Años.

En el año 1422, la guerra continuaba, y las cosas no pintaban bien para el heredero del trono francés, el delfín Carlos. Debo aclarar que este título le venía dado por un delfín en un escudo de armas, no era un malnombre por su parecido con este simpático animal.

JUANA DE ARCO, ¿UNA ENVIADA DIVINA?
Carlos no solo tenía en contra a los ingleses, sino también a una parte de Francia liderada por su primo, el duque de Borgoña. El rey inglés, Enrique V, había ganado terreno y había conseguido que su hijo fuese reconocido como sucesor del trono francés. Además, había establecido una alianza con el duque de Borgoña. Esta alianza anglo-borgoña controlaba gran parte del norte de Francia, incluido París. Con semejante panorama, pocos hubiesen apostado por el delfín francés, al que los ingleses parecían haber apartado definitivamente del trono. Pero en aquella época, existía la creencia de que Dios podía alterar el curso de la historia. Y no solo eso. Cuando dos bandos se enfrentaban, los dos creían que tenían a Dios a su favor, y necesitaban demostrarlo para desacreditar al enemigo: si Dios estaba con un bando, eso significaba que el otro representaba al Diablo. Y aquí es donde entra en escena nuestra heroína.


Juana de Arco nació en una familia de campesinos de Domrémy, un pueblo del noreste de Francia, cerca de la frontera del territorio controlado por los ingleses. La infancia de Juana fue como la de tantas otras niñas de la época: no aprendió a leer ni a escribir, pero sí le enseñaron a tejer, a encargarse de las labores domésticas, y, sobre todo, a rezar. Un día, cuando tenía trece años, Juana tuvo una visión que marcaría su futuro: se le apareció el arcángel San Miguel. Poco después, empezó a ver también a Santa Catalina de Alejandría y Santa Margarita de Antioquía.

A día de hoy, se cree que estas visiones pudieron ser producto de algún trastorno neurológico o psiquiátrico; pero entonces, tanto ella como sus coetáneos las interpretaron como señales divinas. Al principio, estos seres celestiales solo le pedían que rezase y viviese una vida piadosa. Pero, según explicó años después, más tarde estos mensajeros celestiales le comunicaron que tenían un encargo especial para ella: debía ayudar al Delfín Carlos, el heredero legítimo del trono de Francia, a vencer a los ingleses y recuperar su corona. Decidida a cumplir con su misión divina, Juana se puso manos a la obra.

Estos mensajeros celestiales le comunicaron que tenían un encargo especial para ella: debía ayudar al Delfín Carlos, el heredero legítimo del trono de Francia, a vencer a los ingleses

La primera vez que Juana intentó presentarse ante el delfín para ofrecerle su ayuda, nadie la tomó en serio, así que se volvió a su casa. Pero no se rindió. Al año siguiente, volvió a intentarlo, y esta vez sí consiguió permiso para entrevistarse con él. En su primer encuentro, Juana explicó al delfín que había sido enviada para "liberar a Francia de sus calamidades"; que las voces divinas le decían que debía luchar contra los ingleses, y que, si lo hacía, Carlos sería coronado rey. Para el delfín, que ya casi se había dado por vencido, las palabras de Juana dibujaban un rayo de esperanza en el horizonte. Si la chica era realmente una enviada de Dios, podía ser su salvavidas. Pero ¿y si era una hereje, una enviada del Diablo? No podía correr ningún riesgo, así que, antes de tomar una decisión, el delfín mandó evaluar a Juana, con una prueba de virginidad incluida.

Durante tres semanas, la adolescente fue interrogada por teólogos de renombre que apoyaban al delfín. Juana les dijo que demostraría que lo que decía era cierto si la enviaban a la ciudad de Orleans, que llevaba meses sitiada por los ingleses. Viendo que no había nada que perder, y que Juana sonaba convincente, el delfín Carlos y sus seguidores aceptaron su ayuda. Dos meses después, Juana se convirtió en comandante del ejército francés, y empezó a marchar hacia Orleans con una milicia de cientos de soldados. Tenía diecisiete años.

A juzgar por la información que nos ha llegado de ella, Juana de Arco era una persona fuerte -tanto física como mentalmente-, valiente, elocuente, y de un sentido común impecable. Realmente, tenía muchos de los atributos comunes en mujeres visionarias que se convirtieron en iconos de una época. Vestida como un hombre, y con el pelo corto, Juana cabalgó en el ejército del delfín como una más, algo extremadamente raro para una mujer en este período histórico. Su sobrenombre, la Pucelle d'Orleans -la "doncella de Orleans"- indicaba que era virgen, y, por tanto, una chica respetable. Su devoción religiosa, que estaba fuera de toda duda, también le servía como escudo protector en un mundo ultrapatriarcal en el que ser mujer era muy peligroso.

El 4 de mayo, el ejército francés, con Juana de Arco a la cabeza, se lanzó a liberar Orleans. La lucha duró cuatro días, en los que los franceses atacaron varias posiciones clave del ejército inglés. La batalla fue cruenta, y Juana resultó herida por una flecha mientras sujetaba su estandarte. Aún así, más tarde volvió al terreno de batalla para animar a sus soldados antes del asalto final. Su fortaleza y convicción sirvieron de inspiración a sus tropas, que consiguieron mantener el ataque hasta que los ingleses capitularon. Al día siguiente, y después de casi siete meses de asedio, el ejército inglés se retiró de Orleans.

Juana de Arco entra en Orleans por Jean-Jacques Scherrer (1887)

Lo había conseguido. Juana había prometido que liberaría Orleans, y, efectivamente, lo había hecho. Esta victoria fue interpretada por muchos como una señal de que la chica era realmente una enviada de la providencia, y su popularidad se disparó. El ejército francés continuó su buena racha, y expulsó a los ingleses de varias ciudades cercanas a la orilla del Loira. Ese mismo verano, el delfín fue coronado como el rey Carlos VII de Francia en la catedral de Reims, en la presencia de la guerrera-profeta, como ella había predicho.

¿Pero cómo es posible que una adolescente campesina y analfabeta consiguiera liderar un ejército y derrotar a un enemigo tan formidable? La respuesta a esta pregunta no es sencilla, pero para intentar contestarla debemos intentar entender la mentalidad de la época. Juana de Arco actuaba motivada por su fervor religioso. Su fe ciega le permitía no dudar ni un momento de que tenía a Dios de su lado. Y a sus soldados les pasaba lo mismo. Estaban totalmente convencidos de que tenían una misión divina, y esto les dio la fuerza y el entusiasmo necesarios para luchar hasta la victoria. Así, Juana compensó su juventud y su falta de experiencia con una determinación y una pasión incombustibles, que consiguió traspasar a sus hombres en el campo de batalla.

El delfín Carlos por fin era rey, y Juana era el ídolo de los franceses. En ese momento, ella misma sentía que había conseguido el propósito de su misión. Pero la guerra no había terminado. El ejército francés continuó enfrentándose a las tropas inglesas y borgoñonas para recuperar territorio, pero las tornas empezaron a cambiar. Juana estaba impaciente por liberar París. Según ella, el ejército del rey debía aprovechar su ventaja y atacar cuanto antes, si quería recuperar la ciudad. Pero el rey Carlos no lo veía tan claro. Algunos de sus asesores temían que Juana acumulase demasiado poder, y preferían buscar una solución negociada, así que lo convencieron de que no ordenase atacar todavía. Al retrasar el asalto a París, los ingleses tuvieron tiempo de fortificar sus posiciones y prepararse para la batalla: justo lo que Juana quería evitar.

Al retrasar el asalto a París, los ingleses tuvieron tiempo de fortificar sus posiciones y prepararse para la batalla

Cuando el rey por fin dio permiso para atacar París, el resultado fue desastroso. El ejército francés sufrió tantas bajas que, al día siguiente del inicio del asalto, recibió la orden de retirarse. A este fracaso militar siguieron otros, y la posición de Juana empezó a debilitarse. Tras meses de combates intensos, sus tropas empezaban a notar el desgaste. Estas derrotas, sumadas a las intrigas de la corte, hicieron que Juana perdiese el favor del rey. Ella continuó luchando para liberar a Francia de los ingleses, pero ya no volvería a ganar una gran batalla nunca más.

En mayo de 1430, Juana y su ejército estaban luchando contra tropas borgoñonas en Compiègne, en el norte de Francia. Cuando intentaban retirarse ante el avance de un escuadrón enemigo, Juana cayó en una emboscada, y fue capturada por los soldados borgoñones. Más tarde, el duque de Borgoña la vendió a los ingleses a cambio de una recompensa de diez mil francos. Esto supuso un triunfo colosal para el enemigo, que odiaba a aquella chica que se creía una embajadora divina y que había humillado a su ejército. Juana fue encarcelada en el castillo de Rouen, en unas condiciones tan duras que intentó escapar varias veces tirándose por la ventana. Esto solo le sirvió para que la castigasen todavía más.


Juana capturada por los borgoñones en Compiègne. Mural del Panteón de París, por Jules Eugène Lenepveu.

Ahora que Juana de Arco había caído y era prisionera del rey inglés, empezó a ser cuestionada. Para los ingleses, la idea de que una chica de diecisiete años liderase un ejército y aplastase al suyo era intolerable y sospechosa. Por otro lado, ¿cómo podía ser que una enviada de Dios hubiese caído tan fácilmente en manos del enemigo? Y, si no la había enviado Dios, ¿quién lo había hecho? Las dudas sobre la santidad y la pureza de la heroína de Francia se empezaron a mezclar con asuntos de alta política: si las voces que la chica había oído no eran divinas, solo podían ser diabólicas; por tanto, la causa de Juana y la coronación del rey francés, Carlos VII, habían sido no obra de Dios, sino del mismísimo Demonio. Y tal perversidad no podía quedar impune.

Los ingleses necesitaban demostrar que Juana era una enviada del Demonio por dos motivos: el primero, para justificar la derrota del ejército inglés ante las tropas francesas, y probar que Dios estaba en realidad a favor del bando inglés; y, el segundo, para desacreditar al rey Carlos VII, que, según ellos, había sido coronado gracias a una bruja o, como mínimo, una hereje. Así, con el veredicto decidido de antemano, los ingleses llevaron a Juana ante un tribunal eclesiástico formado por teólogos contrarios al rey francés.

Juana fue acusada de setenta cargos, que incluían brujería, herejía, travestismo, y tenencia de armas. Según un testigo del juicio, en su primera declaración, a Juana le hicieron "preguntas difíciles, confusas, que muchos clérigos y hombres cultos hubiesen tenido problemas para contestar". Pero Juana sabía defenderse, y muchas de sus respuestas dejaron a los jueces desarmados y despertaron la admiración del público. Gracias a su habilidad para contestar preguntas-trampa, y tras tres meses de interrogatorios, la lista de setenta cargos iniciales se redujo a doce.

LA CONDENA DE JUANA
Pero el tribunal no iba a hacer más rebajas. Los teólogos que evaluaron a Juana concluyeron que era una mentirosa, y que había invocado a espíritus malignos. Cuando ella aseguraba haber visto a arcángeles y santos, ellos interpretaban que aquellas figuras eran en realidad las de Satán y los demonios Belial y Behemot. Cuando ella explicó que vestía ropa de hombre para pasar desapercibida ante el enemigo, ellos consideraron que este era un acto antinatural y diabólico. Los interrogadores barajaron la posibilidad de arrancarle una confesión bajo tortura, pero la descartaron: la fortaleza de Juana era demasiado sólida, y su convicción, inquebrantable. Torturarla no serviría de nada. Así, Juana fue declarada hereje y recibió un ultimátum: si no rectificaba y se arrepentía, sería entregada a las autoridades seculares, y moriría en la hoguera. Mientras tanto, el rey de Francia, que estaba negociando una tregua con el duque de Borgoña, no hizo nada para intentar salvar a Juana. Simplemente, ya no la necesitaba.

El 24 de mayo de 1431, los carceleros de Juana de Arco la llevaron a ver la hoguera que se estaba preparando para ella, a las afueras de Rouen. Después, las autoridades eclesiásticas le ofrecieron retractarse de todo lo que había dicho, a cambio de una condena de pena perpetua y la promesa de vestir como una mujer. La visión de la hoguera debió aterrorizar a Juana, porque aceptó el trato. Pero no por mucho tiempo. Cuando los jueces fueron a verla a su celda cuatro días después, se la encontraron vestida con pantalones otra vez. Al parecer, las voces habían vuelto, y le habían reprochado su debilidad. Juana declaró:

"Solo me retracté por miedo al fuego. Si a Dios no le complace que me retracte, entonces no lo haré".

Cuando le preguntaron por qué se había puesto ropa masculina de nuevo, Juana, entre lágrimas, contestó lo siguiente:

"Es más correcto que vista así cuando estoy rodeada de hombres. Durante mi estancia en prisión, los ingleses han abusado de mí. Lo he hecho para defender mi modestia".

Las explicaciones de Juana no conmovieron a sus acusadores. Esta recaída era exactamente lo que querían. Juana era ahora hereje reincidente, y ellos ya tenían la excusa perfecta para hacer que la condenasen a muerte.

Según los testigos, Juana repitió el nombre de Jesús hasta que las llamas la ocultaron del todo

En la mañana del 30 de mayo, seis días después de ver la hoguera por primera vez, Juana de Arco había aceptado su destino. Antes de ser trasladada a la plaza donde la esperaba la pira, se le permitió confesarse y recibir la comunión. Según los testigos, Juana llegó a la plaza escoltada por ochocientos soldados armados. Una vez allí, y delante de una multitud, le leyeron un sermón y la sentencia que la abandonaba al poder secular de los ingleses y sus colaboradores franceses. Ella escuchó con pesar, pero serena. Un inglés que se había apiadado de ella le ofreció una cruz de madera. Ella la tomó, la besó, y se la puso sobre el pecho. Entonces, el verdugo la ató a un poste de madera, y prendió fuego a su alrededor. Entre el humo de la leña, Juana le pidió a un monje dominico que intentaba consolarla que sujetara un crucifijo bien alto, donde ella lo viera, y que gritase consignas sobre la salvación. Según los testigos, Juana repitió el nombre de Jesús hasta que las llamas la ocultaron del todo.

Los ingleses y sus aliados borgoñones por fin se habían deshecho de la heroína enemiga, pero sabían que su ejecución podía traer cola. Así que, una vez muerta Juana, redujeron su cuerpo a cenizas y las tiraron al río; así, evitaban que la gente las recogiese y las guardase como reliquias. También se dijo que, tras la ejecución, el verdugo estaba preocupado por su propia salvación, porque, según él, había quemado "a una mujer santa". Según la documentación, la mayoría de la gente presente en la plaza donde la quemaron creía que Juana de Arco era una cristiana devota, y no una hereje.

La Guerra de los Cien Años se alargó veintidós años más tras la muerte de Juana de Arco. El duque de Borgoña acabó aliándose con el rey francés, Carlos VII, y poco a poco Inglaterra fue perdiendo todas sus posiciones en Francia, excepto Calais. Una vez expulsado el ejército inglés de su territorio, Carlos VII consiguió estabilizar su reino y transformar a Francia en una gran potencia. Pero el asunto de Juana de Arco le preocupaba. No sabemos si quiso limpiar el nombre de Juana para hacerle justicia o por su propia conveniencia; después de todo, si él era rey, era gracias a ella, y no podía permitir que su coronación quedase ligada al nombre de una hereje. Fuese por el motivo que fuese, la cuestión es que el rey francés se encargó personalmente de conseguir la anulación de la sentencia que había condenado a Juana. De esta manera, quedaba ratificado que Carlos VII era el rey legítimo de Francia por la gracia de Dios... tal y como Juana de Arco decía.

Juana de Arco fue una víctima, tanto de las luchas internas de Francia como de la guerra contra una potencia extranjera. Canonizada en 1920, ocupa un lugar privilegiado en el santoral cristiano, no tanto por sus visiones divinas -que son cuestionables-, sino como por el coraje, la fortaleza, y la convicción que mostró hasta su último día. Casi seis siglos después de su muerte, Juana de Arco es la mayor heroína de Francia, y sus logros fueron decisivos en la toma de conciencia nacional de sus compatriotas.

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Imagen del vestido encontrado en un naufragio del siglo XVII expuesto en el Museum Kaap Skil de Holanda.

Exponen un vestido casi intacto, de 300 años de antigüedad, rescatado de un barco hundido
Durante los trabajos de rescate de los restos de un barco mercante del siglo XVII hundido en las costas holandesas, los arqueólogos recuperaron, entre muchos otros elementos, un vestido de seda, en un estado sorprendentemente bueno, que ahora forma parte de una interesante exposición. Los investigadores consideran este hallazgo único, ya que apenas se conservan prendas de aquel período en tan magnífico estado, y aún menos después de pasar tanto tiempo bajo las aguas.

El Museo Kaap Skil, situado en Texel, una población del norte de Holanda, ha inaugurado una espectacular exposición que reúne los hallazgos realizados entre 2010 y 2014 en el naufragio conocido como Palm Wood Wreck. Entre las piezas que se muestran destaca sin duda un lujoso vestido del siglo XVII. Todos los objetos proceden de un barco mercante neerlandés no identificado que se hundió frente a las costas holandesas alrededor del año 1650. En 2010, algunos elementos del naufragio fueron arrastrados hasta la costa, y empezaron a aparecer cofres flotando en el mar. Pero hubo que esperar cuatro años más para poder sacar a la superficie todos los restos.

Entre los objetos que los arqueólogos lograron rescatar había uno que llenó de asombro a los arqueólogos: un hermoso vestido, completamente intacto, que fue confeccionado en raso de seda con motivos florales. En opinión de los investigadores, este vestido habría pertenecido, sin duda, a una dama de alta posición social. Es tan extraño encontrar textiles de este tipo en un pecio (los restos de un naufragio) que los científicos han bautizado a esta espectacular prenda como la "Ronda de Noche de los textiles" (por el famoso cuadro de Rembrandt).

Imagen del vestido expuesto en una de las vitrinas del museo.
Museum Kaap Skil

A LA MODA EUROPEA
Aunque después de tres siglos bajo el mar el ropaje ha adquirido una apariencia en tonos crema, rojos y marrones, los investigadores no pueden saber con certeza cuál fue el color original de este vestido, de un estilo conocido como frock o tabbert, aunque sí afirman que tuvo que ser de un tono más claro. El vestido consta de un corpiño con una falda ancha plisada que cae abierta en la parte delantera, mangas montadas, con sobremangas holgadas y tapas de mangas. Su estilo era el imperante en Europa occidental a principios del siglo XVII, aproximadamente entre los años 1620 y 1630.

Aunque no se sabe con certeza, este vestido podría haber tenido un color claro que se habría perdido despues de tres siglos bajo el mar.


Retrato de Ana de Dianamarca luciendo un vestido parecido al encontrado en el barco hundido.

Este vestido parece presentar bastantes similitudes con los que lucían las damas inglesas de la época, aunque también encajaría con la moda que se llevaba en ese período en los Países Bajos u otras partes del noroeste de Europa. Por tanto, los investigadores no descartan que la prenda se hubiera confeccionado en otro país, y que hubiera sido trasladada a otro lugar o que hubiera pertenecido a una dama de la alta sociedad de Inglaterra.

UN VESTIDO PARA SER LUCIDO
"Solo unas pocas personas en el noroeste de Europa serían lo suficientemente ricas como para poseer una prenda como esta. En Inglaterra nos fijaríamos en la alta nobleza; personas que frecuentan la corte o están muy cerca de los círculos más elevados de la sociedad. Y en los Países Bajos, especialmente en Ámsterdam, existía una clase de comerciantes extraordinariamente rica en las Indias Orientales Holandesas y el Mediterráneo", reflexiona Alec Ewing, conservador del Museo Kaap Skil. "Habrían sido los millonarios de su época, y lo suficientemente ricos como para permitirse una prenda así. Es un vestido que fue diseñado para marcar estilo, no para ser cómodo. Tal vez ni siquiera podrías vestirte solo, necesitarías que alguien te ayudara", remata Ewing.

'Solo unas pocas personas en el noroeste de Europa serían lo suficientemente ricas como para poseer una prenda como esta, afirma el conservador Alec Ewing'.

https://www.youtube.com/watch?v=CTCAw3sXxJg

Aunque no es este el único hallazgo de interés que ha proporcionado el pecio. La exposición que ha organizado el museo también muestra otro vestido, esta vez al parecer de novia, que fue rescatado del mismo naufragio. Hecho en seda y con adornos de plata entretejidos, debió de pertenecer también a una dama muy rica, aunque no sería la misma que la del primer vestido, puesto que ambas piezas son de tamaño distinto.
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Betsabé tentado al rey David. Miniatura iluminada de Jean Bourdichon pintada entre 1498 y 1499.
La prostitución en la edad media: un pecado tolerado
Burdeles, baños públicos y casas particulares acogían una actividad condenada por la moral pero permitida por el estado



Soldadera, amafia, bagasa, bordelera, buscona, dama de medio manto, hembra mundanal, mujer errada, pendenga, rabiza, cantonera, moza del partido... Con todos estos términos se hacía referencia en la Edad Media a las numerosas prostitutas que habitaban las ciudades y los pueblos. Sin embargo, no todos significaban lo mismo, puesto que en los siglos medievales existían diversos tipos de prostitución: la que se ejercía diariamente en los burdeles; la ocasional y encubierta, no reconocida, practicada en la calle, las tabernas, los mesones, las ventas, los baños públicos, las casas particulares e incluso en la corte; y la que resultaba de una coerción ejercida sobre las mujeres por su señor, padre, marido o alcahuete de turno.

La mayoría de las prostitutas eran víctimas de la pobreza o bien de alguna situación de desarraigo familiar. En muchos casos carecían de la protección de un cabeza de familia, padre o hermano, o bien la falta de dote les había impedido encontrar un marido, con lo que quedaban en un estado de indefensión que las abocaba a la prostitución como única salida. Otras corrieron la misma suerte tras ser violadas, una situación que en la Edad Media acarreaba la infamia para la mujer, o bien por haber dejado a sus maridos como consecuencia de una infidelidad o incompatibilidad.

PROSTITUTAS Y ALCAHUETES
Era habitual que las prostitutas procedieran de lugares distintos a aquel donde ejercían su oficio. En el caso de Zaragoza, por ejemplo, se mencionan muchas forasteras: Yolanda la Morellana alias la Valenciana, Catalina de Vitoria, Leonora de Sevilla, Teresa de Cuenca, María de Soria... En el testamento de Inés de Torre, prostituta que ejercía en Málaga, se apunta que legaba sus escasos bienes a sus padres, Rodrigo de Bustos y Constancia Díaz, que vivían en Córdoba. En Barcelona también se documentan prostitutas de Asturias, Toledo, Murcia, León y Galicia.

Brothel scene ca 1475
Prostitutas y clientes disfrutan de la comida y la bebida en una casa de baños (que con frecuencia eran burdeles). Miniatura de la Ciudad de Dios, 1475, Biblioteca Nacional de Holanda.


Hablar de «vida fácil» respecto a estas mujeres resulta bastante inexacto. En realidad, durante toda su carrera las acechaban peligros y amenazas de toda clase. Como consecuencia de su promiscuidad estaban expuestas en todo momento a contraer enfermedades venéreas. Los poetas se burlaban a menudo de ello. En una cantiga de Alfonso X, el rey hace referencia a la «chaga» que tenía Dominga Eanes, una soldadera –como se llamaba a las mujeres que acompañaban a los soldados en sus desplazamientos, o que vivían en la corte en compañía de juglares y trovadores–, fruto de sus múltiples combates sexuales con un jinete moro. Pero peor aún era el envejecimiento, que les iba quitando paulatinamente los clientes y, con ellos, el sustento. Cuando quedaban privadas definitivamente de clientela encontraban escasas alternativas de subsistencia: la mendicidad, la alcahuetería, la ayuda de instituciones religiosas o de sus mismas compañeras. Los poetas hacen crueles alusiones a la situación de las prostitutas de edad avanzada. Así, Pero García Burgalés, califica de velha (vieja) a María Negra, una soldadera de avanzada edad.

Portada de la Celestina, de Fernando de Rojas, editada en Valencia en 1514.


Aunque algunas prostitutas, las más afortunadas, podían permitirse trabajar por su cuenta, la mayoría se integraba en una mancebía (un burdel) o bien dependía de un alcahuete, hombre o mujer, que les proporcionaba clientes y una habitación donde vivir y realizar su actividad. La literatura –como en el caso de la célebre obra de Fernando de Rojas La Celestina– muestra la relación de dependencia que se establecía entre la prostituta y la alcahueta, a menudo bajo la apariencia de un vínculo familiar que hacía pasar a la alcahueta por tía, madre o madrina de la joven. Las autoridades actuaron a menudo contra los alcahuetes, que se beneficiaban de las ganancias de las prostitutas, imponiéndoles penas económicas e incluso el destierro. Así, el rey Alfonso X, en la Partida VII, ataca duramente a «los bellacos malos que guardan las prostitutas, que están públicamente en la putería tomando su parte de lo que ellas ganan».

LA VIDA EN EL BURDEL
El nivel inferior en la situación de las prostitutas era el de las mujeres que trabajaban en burdeles autorizados por el Estado. Su situación económica era a menudo apurada. Debían pagarse la comida y el alquiler de su habitáculo, además de los impuestos. No es extraño que contrajeran deudas, como atestiguan las cartas de obligación que firmaban con los prestamistas, en particular para sufragar sus importantes gastos de vestimenta.


Clientes y prostitutas se entretienen mientras esperan a que una habitación quede libre. Escena de burdel flamenca, 1540. Galería de Arte de la Universidad de Yale.

Los burdeles estaban organizados por la autoridad y regulados a través de meticulosas ordenanzas. Cada ocho días un médico visitaba la mancebía, con el objetivo de evitar la propagación de enfermedades venéreas. Eso sí, para proteger el honor de las mujeres honestas y que las prostitutas no tuvieran contacto con ellas, las mancebías se trasladaban a zonas concretas de la ciudad, especialmente extramuros, o bien se cerraban sus calles mediante tapias de adobe o muros con puertas. Así, en Barcelona, los tres burdeles documentados entre los siglos XIV y XV –Viladalls, La Volta d'en Torre y El Cayet– estaban situados en las murallas de la ciudad.


En la Edad Media, un personaje de la Biblia, María de Magdala o María Magdalena, testigo de la crucifixión y la resurrección de Jesús, quedó asociada con las prostitutas. en realidad, se trataba de una confusión, registrada ya en el siglo VI, con otra María mencionada en el evangelio de lucas, la «mujer pecadora pública» que visitó a Jesús en la casa del fariseo. maría magdalena. Estatua de madera policromada, obra de Gregor Erhart. Siglo XVI, Museo del Louvre

Esta segregación servía también para evitar alteraciones del orden público. En unas Ordenanzas de Salamanca se establecía: «Se prohíbe alquilar locales donde [las prostitutas] se van de noche a dormir con hombres fingiendo ser mujeres de más calidad, engañándolos y llevándoles por ello muchos dineros, de lo que se ha recrescido y puede recrescer muchos escándalos, muertes y heridas e otros graves inconvenientes».

UNA VESTIMENTA ESPECIAL
Los monarcas también promulgaron leyes que exigían que las prostitutas llevaran algún distintivo en su vestimenta: tocas azafranadas, mantillas cortas, faldas amarillas o púrpuras, y, en la cabeza, llamativos adornos y cintas de color rojizo. En algunas ciudades se legisló una prenda particular: en Milán debían llevar mantos negros, y en Florencia guantes y campanas en sus sombreros. La legislación suntuaria, relativa al lujo, también marginaba a las prostitutas. Se les prohibía llevar tejidos y prendas como pieles, sedas, paños de calidad, capirotes y zapatos lujosos, adornos de oro, plata y joyas. Tampoco podían usar velos, tocas, ni mantos u otras ropas de abrigo que se reservaban para las mujeres decentes. En Barcelona, en 1340, se dictaminó que las prostitutas fueran sin mantos, y en caso de desobedecer podían pasar un día en prisión y tenían que pagar veinte sueldos.
https://historia.nationalgeographic.com.es/medio/2023/03/16/bal_2b5bc656_358898_230316113334_800x387.jpg
San Nicolás salva a tres jóvenes de la prostitución echando dentro de su habitación el dinero que necesitan para su dote. En caso de quedarse solteras muchas mujeres debían comerciar con sus cuerpos. Vidriera de la catedral de Bourges, siglo XIII a.C.

El consejo de Valencia, en 1383, ordenó: «Ninguna hembra pecadora pública goce en presumir andar por la ciudad, abrigada con manto, mantilla o algún otro abrigo, sino solamente con una toalla a manera de abrigo... Asimismo, que ninguna hembra goce o presuma vestir o portar alguna vestidura orlada, armiño con perlas, o de seda...». También se les imponían ciertos períodos de abstinencia, como en Semana Santa. En Barcelona, por ejemplo, las prostitutas permanecían enclaustradas desde el Miércoles Santo en el monasterio de Santa Clara, según una orden de 1373.

Escena en una casa de baños
Prostíbulo medieval, miniatura anónima del siglo XV.


Pero, a pesar de las críticas, los reyes eran conscientes de que con la prostitución se evitaban otros problemas y que, además, reportaba beneficios económicos. Y es que las cargas de impuestos a las prostitutas, desde el reinado de Enrique III, beneficiaron a los reyes y a las ciudades, además de ser una medida importante en el control de este oficio. La dotación de tierras para construir casas de citas aportó múltiples ganancias.

En definitiva, la prostitución fue una institución fundamental en la cultura medieval, que la toleró y la reguló. Pero al mismo tiempo las prostitutas fueron víctimas de una sociedad que ofrecía muy pocas salidas a las mujeres y sufrieron las críticas y la marginación.
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UNA MÁQUINA QUE CAMBIÓ LA FORMA DE VENDER

james ritty, el inventor de la caja registradora
El sistema mecánico que usaba un barco para contar las vueltas que daba la hélice durante la travesía, inspiró a James Ritty para producir un invento que en el futuro iba a revolucionar la manera en que los negocios contabilizaban los ingresos en sus ventas diarias.

Ésta es la historia del propietario de una cafetería en Dayton, Estados Unidos, llamado James Ritty, un hombre de aspecto bonachón y figura rechoncha que, harto de que sus empleados le sisaran parte del dinero de las facturas que abonaban sus clientes, decidió tomar cartas en el asunto. Aquellos hurtos debían terminar. Tenía que encontrar la manera de que cada vez que un cliente pagara un consumición ésta quedara registrada y guardada sin posibilidad de robo alguno.

UNA FAMILIA DE INVENTORES
El gusto de James Ritty por los inventos era algo que le venía de joven. Dos de sus hermanos, Sebastian y John, tenían alma de inventores y posiblemente fueran ellos quienes inculcaran en James aquella afición. Sebastian obtuvo varias patentes, entre ellas una para un tipo de herramienta agrícola y una caldera de vapor, mientras que John, mecánico de oficio (y futuro socio de su hermano James en la invención de la caja registradora), patentó varias máquinas para el descascarillado de maíz verde y montó una fábrica de conservas.


Dos de sus hermanos, Sebastian y John, tenían alma de inventores y posiblemente fueran ellos quienes inculcaran en James aquella afición.

Por motivos económicos, James dejó la carrera de medicina y tuvo que trabajar durante algún tiempo como carpintero y fabricante de tejas. En 1868 abrió su primer café llamado NO.10, y a principios de la década de 1870 inauguró un restaurante de tres plantas llamado The Empire, luego una bodega y finalmente se convirtió en comerciante mayorista y minorista de venta de whiskies, vinos y puros, justo cuando en 1877 dos de sus hermanos, John y Peter, abrían su propio restaurante no lejos del suyo. Cuenta una leyenda que James ideó un dispositivo único: llenó de agua todas las mesas de su restaurante y usó la energía hidráulica para que unos pequeños motores hicieran girar unos ventiladores de hojas para que el clima de la estancia fuera más agradable en épocas de mucho calor.

INSPIRACIÓN EN LA SALA DE MÁQUINAS

James Ritty llegó a obsesiornarse por las continuas desapariciones de dinero de sus negocios y se pasaba el tiempo pensando en encontrar una solución al problema. Tal era su preocupación que sufrió un colapso y se vio obligado tomarse un descanso. Decidió hacer un viaje de vacaciones por Europasin saber que ese viajes se convertiría en el punto de inflexión para sus negocios. Durante la travesía, Ritty se hizo amigo del ingeniero jefe del barco en el que atravesaba el Atlántico. Aprovechando sus conocimientos de mecánica, muy pronto tuvo acceso a la sala de máquinas, donde quedó fascinado con el mecanismo automático que registraba las revoluciones del eje de la hélice del barco. Con sus pensamientos aún centrados en las pérdidas que sufrían sus tiendas, Ritty sintió una inspiración y pensó: "Si se pueden registrar los movimientos de la hélice de un barco, no hay razón para que no se puedan registrar los movimientos de ventas en una tienda. Hay un gran campo para una máquina que puede hacer este trabajo".

Reproducción de la caja registradora inventada por los hermanos Ritty.

Aprovechando sus conocimientos de mecánica muy pronto tuvo acceso a la sala de máquinas del barco donde quedó fascinado con el mecanismo automático que registraba las revoluciones del eje de la hélice del barco.

Así,la idea de la caja registradora empezó a tomar forma en la mente de James Ritty. Ya en Europa, no podía dejar de pensar en su futuro invento, de tal modo que al final interrumpió sus vacaciones y regresó a Dayton. A su llegada, contó su proyecto a su hermano John, y juntos se pusieron manos a la obra en la creación de un invento que iba a cambiar la manera en que los negocios recaudaban sus ganancias por cada venta. El primer modelo de caja registradora producido por los hermanos Ritty tenía dos filas de llaves en la parte frontal inferior de la máquina y al presionar cada una de las teclas, que representaba una cantidad individual de dinero, el importe quedaba registrado en una especie de esfera muy parecida a la de un reloj de pared o un medidor de vapor. Al principio no había un cajón para guardar el efectivo, pero aunque incompleta, esta máquina se convertiría en la primera destinada a proteger las ganancias diarias de los comerciantes en los años venideros.

PRIMEROS MODELOS
Con el tiempo, el "cajero incorruptible" de Ritty indicaba tanto al consumidor como al propietario el importe exacto de la venta, algo que hasta el momento no se podía observar en las primeras cajas inventadas por los hermanos. En aquel modelo se incluyó el familiar sonido de una campanilla cada vez que se hacia un transacción. El siguiente modelo se conoció como "la máquina de rollo de papel", ya que Ritty colocó un rollo de papel de forma horizontal encima y a través de las teclas en el interior de la máquina. La registradora tenía además un perforador que abría huecos en columnas separadas. Cada columna representaba una moneda, de modo que cuando se pulsaba, por ejemplo, la tecla de 1 dólar, se perforaba el rollo de papel en la columna correspondiente. A cada venta realizada, el papel iba avanzando, de modo que al final del día sólo era necesario contar las perforaciones de cada columna para obtener la cifra total de las ventas. Cinco perforaciones en la columna de 1 dólar y una perforación en la columna de los 50 centavos correspondía a una venta total de 5 dólares con 50 centavos.


Cada columna representaba una moneda, de modo que cuando se pulsaba, por ejemplo, la tecla de 1 dólar, se perforaba el rollo de papel en la columna correspondiente.

Este avanzado modelo fue el que llamó la atención del industrial John H. Patterson, quien compró tres de estas máquinas para su tienda de Coalton, Ohio. Aquellas cajas registradoras fueron las primeras que se instalaron en unos centros comerciales, un tipo de establecimientos muy diferentes a las cafeterías que regentaban Ritty y otros propietarios, que también la habían comprado. En poco tiempo, Patterson se convirtió en el pionero de la producción de cajas registradoras y convirtió su nombre en sinónimo de su desarrollo y distribución.

El industrial John H. Patterson, quien se interesó muy pronto por el invento de Ritty, convirtió su nombre en un sinónimo del desarrollo y distribución de la caja registradora.

UN ÉXITO DE VENTAS
John H. Patterson decidió comprar tanto la empresa de los hermanos Ritty como la patente de su invento. En 1884 cambió el nombre de la empresa por National Cash Register Company. Patterson logró pasar de las 350 cajas vendidas en 1884 a los dos millones de unidades de 1922. El propio Ritty dijo de él: "Si cualquier otra persona distinta de John H. Patterson se hubiera hecho con el negocio de las cajas registradoras, éste no habría sido un éxito". Patterson perfeccionó el diseño de esta máquina incluyendo un cajón-billetero y añadiendo un rollo de papel que servía para registrar las transacciones y dar al cliente un ticket de compra.En 1906, uno de los empleados de la National Cash Register Company, Charles F. Kettering, diseñó asimismo una caja registradora, pero ésta con un motor eléctrico. Años más tarde, mientras trabajaba General Motors, inventó un motor de arranque (encendido) eléctrico para un Cadillac.

Charles F. Kettering, un empleado de la National Cash Register Company, diseñó asimismo una caja registradora, pero ésta con un motor eléctrico.

Tras comprar la empresa de los Ritty, John H. Patterson logró pasar de las 350 cajas vendidas en 1884 a los dos millones de unidades de 1922.

En 1882, Ritty abrió en Dayton otra cafetería a la que llamó Pony House, y encargó la remodelación del local a Barney and Smith Car Company, una empresa especializada en trabajos de ebanistería. El local se construyó de manera que las secciones izquierda y derecha parecieran el interior del vagón de pasajeros de un tren, con espejos gigantes con elementos curvos cubiertos de cuero labrados a mano en la parte superior y secciones con incrustaciones de espejo de bisel curvo en cada lado. Las iniciales JR se colocaron en el medio y el interior de la estancia. El Pony House fue demolido en 1967, pero el bar se salvó y hoy es el bar de Jay's Seafood. Ritty se retiró del negocio de las tabernas en 1895. Murió a causa de problemas cardíacos mientras estaba en su casa. Está sepultado con su esposa Susan y su hermano John en el cementerio Woodland de Dayton.
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Esta es seguramente la foto más icónica de los supuestos avistamientos del monstruo del Lago Ness, Nessie para los amigos. Aunque el propio fotógrafo reconoció que se trataba de un montaje hecho con un submarino de juguete, otras personas han afirmado a lo largo de las décadas haber visto lo que parecía el cuello de una criatura marina – lo que hoy llamamos plesiosaurio, un reptil marino de la era de los dinosaurios – emergiendo de las aguas del lago escocés.

En 2022, el biólogo marino Michael Sweet lanzó una teoría que hizo correr ríos de tinta (virtual): afirmó que el supuesto cuello de Nessie era, en realidad, el pene de una ballena macho que se había abierto camino hasta el Lago Ness desde el Mar del Norte. La teoría no cayó nada bien especialmente en Escocia, donde Nessie es un gran atractivo turístico: incluso quienes no creen en el monstruo no pueden resistir la tentación de hacer un viaje rápido hacia Inverness, capital de las Highlands.

Al profesor Sweet le llovieron las críticas y se convirtió en el blanco de burlas y "memes". Las reacciones fueron tan airadas que tuvo que matizar su teoría diciendo que era solo un ejemplo, señalando que se refería a los avistamientos de extrañas criaturas acuáticas en general y que había puesto a Nessie como ejemplo conocido.




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Cuando el descubridor Cristóbal Colón mostró en Barcelona a los Reyes Católicos su primer cargamento ultramarino, en abril del año 1493, sus consejeros se convencieron de que aquel Nuevo Mundo ignoto contenía oro suficiente para pagar la hazaña de su descubrimiento y ocupación, y abundantes bastimentos para alimentar a las mesnadas conquistadoras. El genovés ofreció un vistoso espectáculo a la corte, poniendo a los pies de los monarcas la cornucopia americana repleta de frutos exóticos y rodeada de indios desnudos y papagayos chillones. No tuvieron ninguna duda los geógrafos castellanos al proclamar que la rica flora y fauna creadas por Dios en aquel mundo aún sin nombre permitirían sustentar con prodigalidad a los españoles, y que también llegarían a Europa para gran beneficio de sus gentes.

Colón encendió en sus coetáneos la codicia del oro tanto como el apetito por los alimentos transatlánticos, a pesar de la rareza de sus gustos y formas. Pero cuando las primeras vanguardias de la conquista hubieron de cruzar montañas peladas y desiertos poblados sólo por reptiles, la imaginada exuberancia alimentaria se convirtió en un espejismo. Las despensas incas y aztecas tampoco se les abrieron con la generosidad prometida, así que la desesperación por encontrar algo que llevar a la boca mató la curiosidad y el gusto culinario.

EL AYUNO DE LOS DESCUBRIDORES
Los hidalgos y gañanes mesetarios, acostumbrados a engullir legumbres y carnes de corral y pocilga, pronto tuvieron que padecer el gusto amargo de la nueva tierra prometida. Las calamidades de la aventura española transoceánica comenzaban en las naves de las expediciones descubridoras. Aquellas largas navegaciones atravesaban mares desmedidos y bordeaban costas desoladas, de modo que a veces la falta de alimento era extrema.


Santo Domingo de Guzmán, en Oaxaca, México. La pródiga huerta de esta iglesia colonial del siglo XVI fue transformada en jardín botánico.

Así lo refiere el cronista Pigaffeta, que participó en la primera circunvalación de la Tierra, culminada en 1522 y dirigida por Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano: «El miércoles 28 de noviembre de 1520 nos desencajonamos de aquel estrecho [de Magallanes], sumiéndonos en el mar Pacífico. Estuvimos tres meses sin probar clase alguna de viandas frescas. Comíamos galleta: ni galleta ya, sino su polvo, con los gusanos a puñados, porque lo mejor habíanselo comido ellos; olía endiabladamente a orines de rata. Y bebíamos agua amarillenta, putrefacta ya de muchos días, completando nuestra alimentación los cellos [aros] de cuero de buey, que en la cofa del palo mayor protegían del roce a las jarcias; pieles más que endurecidas por el sol, la lluvia y el viento. Poniéndolas al remojo del mar cuatro o cinco días y después un poco sobre las brasas, se comían no mal; mejor que el serrín, que tampoco despreciábamos. Las ratas se vendían a medio ducado la pieza».

Cultivo maiz Códice Florentino libro IV f 72
Cultivo del maíz en una ilustración del Códice Florentino, escrito por Bernardino de Sahagún entre 1545 y 1590. Biblioteca Laurenciana, Florencia.

Esa penuria raramente se presentaba en las flotas atlánticas, que comunicaban la península Ibérica con las Indias, y que en Sevilla se surtían de bizcochos, harina, vino, aceite, tocino, quesos, frutos secos y legumbres que resistían bien la travesía; los animales vivos (vacas y ovejas) proveían la carne necesaria.

A veces, el hambre era la consecuencia de un naufragio. Así le sucedió, por ejemplo, a Pánfilo de Narváez cuando en 1528 concluía de forma dramática su accidentado periplo de conquista por Florida. Zozobró la flota, se pudrieron el bizcocho y el tocino, los españoles desollaron y se comieron los caballos y un puñado de náufragos llegó por milagro cerca de la desembocadura del río Grande. Allí comenzaron su trágica aventura Álvar Núñez Cabeza de Vaca y cinco cristianos hambrientos, esclavos de los indios: recorrieron 4.000 kilómetros a través del desierto mexicano comiendo tunas, alacranes, serpientes y hasta tierra... En otras ocasiones, el ayuno era el compañero inseparable de los conquistadores que se adentraban en territorio desconocido y, con frecuencia, hostil.

LOS SABORES AZTECAS
Durante su campaña contra el Imperio azteca, Hernán Cortés resistió mejor que otros conquistadores las acometidas del hambre, gracias, en no poca medida, al pillaje al que sus hombres se entregaron sin contemplaciones, como refiere Bernal Díaz del Castillo: «Hallamos cuatro casas llenas de maíz y muchos fríjoles, y sobre treinta gallinas y melones de la tierra, que se dicen en estas tierras ayotes». En su avance, los españoles no hicieron ascos a animales cuya vista «es bien asquerosa pues parecen puros lagartos de España»; son las iguanas, con «hechura de sierpes chicas, pero muy buenas de comer».


Iguana, grabado de Alfred Edmund Brehm (1829-1884).

Las penurias «de los que andan en trabajo de conquistas» parecieron concluir con la llegada a la capital azteca, en noviembre de 1519. Bernal Díaz da cuenta del banquete ofrecido a Cortés por el virrey azteca en nombre de su emperador Moctezuma. Los españoles asisten, asombrados, a un desfile interminable de suculentos platos: ensaladas diversas, perniles a la ginovisca, pasteles de codornices y palomas, gallos de papada y gallinas rellenas, codornices en escabeche, empanadas de aves, caza y pescado, anadones y ansarones enteros con los picos dorados, cabezas de puercos y de venados... Los fríjoles, el ají, la almendra de cacao, el maíz y cien plantas más del mercado de Tlatelolco, el más grande e importante del Imperio azteca, ya han entrado en la cocina de los conquistadores, a la espera de ser bautizados. Pero el hambre aún acechaba a los soldados de Cortés: cuando fueron expulsados de Tenochtitlán por los aztecas, en junio de 1520, y quedaron desprovistos de todo, tuvieron que comerse las propias monturas, como tantos otros conquistadores.

LOS ALMACENES DEL INCA
La conquista del Imperio Inca por las huestes de Pizarro comenzó igualmente con un ayuno riguroso. En su envite hacia el sur desde Panamá, tuvieron que detenerse en un puerto «que llamaron de la hambre, por la mucha con que en él entraron», a causa de la cual estaban «muy flacos y amarillos», según cuenta Pedro Cieza de León. Pizarro, que «muchos trabajos había pasado en su vida y hambres caninas», animaba a sus compañeros. Y, mientras unos fueron en barco a buscar socorro, con un cuero duro y seco por todo bastimento, los que se quedaron en el lugar comían «palmitos amargos» y «unos bejucos en donde sacaban una fruta como bellota que tenían el olor como el ajo, y con la hambre comían de ellas».


Con la misma determinación de Cortés para dar de comer a su tropa, cruzó Pizarro los Andes para tomar la fortaleza inca de Cuzco y apropiarse de su oro y su despensa. En aquella travesía épica, resolvió las penurias comiendo la carne congelada de los caballos que sus vanguardias exhaustas habían dejado en los glaciares de la cordillera. Los castellanos culminaron esa jornada andina con víveres bien simples, según Cieza de León: maíz, vino, vinagre y hierbas. Llegados a Copayayo, acabó aquel infierno, porque sus moradores «salieron con corderos, ovejas, y unas raíces...» (o sea, vicuñas, guanacos y patatas).

Stirrup Spout Bottle with Coca Chewer MET 64 228 40
Los españoles aborrecieron el consumo de la coca, cuyo jugo permitía a los indígenas realizar pesados trabajos en las alturas andinas. Sin embargo, aprovecharon cumplidamente su comercio. Cieza de León explicaba que «algunos están en España ricos con lo que hubieron de valor de esta coca, mercándola y tornándola a vender y rescatándola en los tiangues o mercados a los indios». Mascador de coca, cerámica inca, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.

Los españoles que asaltaron los tambos (almacenes) y depósitos de alimentos del emperador inca descubrieron las numerosas variedades de maíz y patata. Ya en Cuzco, ofrecieron a Pizarro las primicias a las que sólo aquel soberano tenía derecho: capya utcosara (maíz blanco muy tierno), carne asada de llama blanca y patata roja temprana, además de «cestillos de fruta, patos mal asados en su pluma y tres cuartos de oveja tan asada que no tenía virtud», se lamentaba el cronista Poma de Ayala.

Sólo el hambre, en fin, fue capaz de vencer el asco y obligó a los conquistadores del Nuevo Mundo a engullir desde raíces hasta extraños animales: «culebras monstruosas, monas grandísimas, gaticos pintados...». Así, mientras aguardaban a que de España llegasen las familiares y sabrosas viandas ibéricas, se adaptaron a la cocina indígena.
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El juego, mucho más que un pasatiempo para los romanos
Suntuosos palacios o tabernas de mala muerte acogían las partidas de dados con las que los antiguos romanos se divertían y en las que se apostaban enormes sumas.


Pintura mural que representa a dos hombres jugando a los dados. Taberna (caupona) de Salvio, en Pompeya.

La ley los perseguía, los moralistas los condenaban, muchos los consideraban un síntoma de decadencia; sin embargo, los juegos de azar despertaban auténtica pasión entre los romanos de todas las clases, que en sus casas o en el equivalente de nuestros casinos no dudaban en derrochar auténticas fortunas haciendo apuestas a los dados.


Así lo decía Juvenal: "¿Cuándo los juegos de azar agitaron más los ánimos? Pues no se acude ya a la mesa de juego con una simple bolsa: se apuesta con el arca al lado. ¡Qué grandes batallas verás allí! El que suministra las armas es el cajero. ¿No es una locura perder cien mil sestercios y no dar una simple túnica a un esclavo que se muere de frío?".


JUGANDO A LAS TABAS
En Roma había múltiples juegos de azar. Uno era el llamado "par e impar"; consistía en que los jugadores escondían en el puño huesecillos, piedrecitas o nueces y luego debían adivinar si el oponente tenía un número par o impar, mientras los espectadores podían hacer apuestas sobre la cantidad de piezas que guardaban. Un juego parecido era el llamado "cabezas o naves" (capita aut navia), equivalente de nuestro "cara o cruz", que consistía en lanzar al aire un as de bronce. Sin embargo, los que despertaban más interés eran los juegos de las tabas y, por supuesto, los dados.

Las tabas son pequeños huesos del pie (astrágalos), de forma rectangular. Los cuatro lados largos, los únicos sobre los que la taba podía caer puesto que los extremos eran romos, tenían formas diferentes (cóncavo, convexo, llano y dentado). Los huesos solían ser de oveja o de cabra, aunque también podían ser imitaciones en marfil, bronce o piedra. El juego consistía en lanzar cuatro tabas al aire y apostar sobre las caras sobre las que caerían. Los jugadores convenían antes de la partida cuál sería el criterio para determinar el vencedor: sacar el número más alto o más bajo, u otro.

Los huesos solían ser de oveja o de cabra, aunque también podían ser imitaciones en marfil, bronce o piedra.


Niña jugando a las tabas. Estatua romana. 150 d.C. Museo Británico, Londres.

Generalmente, la tirada más baja era la llamada "el buitre", cuando todas las tabas caían sobre la misma cara; la más alta, llamada "Venus", se producía cuando todas las caras eran diferentes. Las trampas eran tan habituales que se hizo obligatorio el uso de cubiletes (fritilus). Como decía el poeta Marcial: "La mano tramposa que sabe tirar las tabas amañadas, si las tira por medio de mí [el cubilete] no sacará nada más que deseos".

LOS PELIGROSOS DADOS

Pero de todos los juegos, quizás el más popular era el de los dados. Éstos, llamados en latín tesserae, eran de metal, hueso o marfil, y como hoy cada lado estaba marcado con puntos, del uno al seis. Por norma se tiraban dos o tres dados, sirviéndose también de un cubilete. Estas piezas eran muy apreciadas, como muestra una inscripción hallada en el cementerio de San Ciriaco en Roma en la que se rinde honor a Lucio Vitorino, un artesano (artifex) especializado en la fabricación de piezas de juegos, como dados y cubiletes. La mejor tirada eran tres seises y la peor tres unos. Una variante era la micatio, un juego que enfrentaba a dos jugadores que debían adivinar el número total de dados mostrados por ambos a la vez.



Conjunto de dados. Museo Nacional Etrusco de Villa Giulia, Roma.

Seguramente los dados también se utilizaban en algunos juegos de mesa muy populares. Uno de ellos era el llamado "juego de las doce líneas", similar al backgammon, en el que las fichas se movían conforme al lanzamiento de los dados o las tabas, con lo que también era considerado un juego de azar. Otro, denominado "juego de los ladronzuelos" o "de los soldados", consistía al parecer en intentar bloquear o rodear las fichas del adversario de un modo similar a nuestro juego de damas; una tirada de dados permitía al jugador mover su ficha.

El llamado "juego de las doce líneas" era similar al backgammon. En él las fichas se movían conforme al lanzamiento de los dados o las tabas.

Los mejores jugadores disfrutaban de reconocimiento, como es el caso de un tal Cayo Afranio, funcionario público en la ciudad de Auch (sur de Francia), en cuyo epitafio se dice con orgullo que era un jugador de latrunculi. Las fichas, llamadas redondeles, normalmente se hacían de hueso y tenían marcas numéricas en un lado. Las más comunes eran X, V y I, aunque algunas estaban marcadas con los números II, III, VIII, IX u otros por encima del 18.

LO QUE ORDENA LA LEY
En principio, en la antigua Roma las apuestas en juegos de azar estaban prohibidas. Sólo se permitían durante las fiestas Saturnales, que se celebraban a finales de diciembre, y las que realizaban quienes acudían a algunos espectáculos públicos como las carreras de cuadrigas, el salto de pértiga, el lanzamiento de jabalina, el salto libre y la lucha entre gladiadores. De la vigilancia estaban encargados los ediles, que podían imponer multas a los jugadores.

También podía haber denuncias de particulares, a través de la denominada actio de aleatoribus, ley por la cual quienes hubiesen ganado dinero en un juego prohibido serían condenados a pagar cuatro veces la suma percibida. El castigo, sin embargo, podía llegar a la prisión e incluso a la condena a trabajos forzados en las canteras. De este modo, para los romanos biempensantes, el jugador, aleator, era alguien turbio y peligroso. El orador y filósofo Cicerón equiparaba a los jugadores con otras personas de baja condición como los comediantes, los alcahuetes, los ladrones y los adúlteros.

Para los romanos biempensantes, el jugador, aleator, era alguien turbio y peligroso.


Recreación moderna del latrunculi, juego de estrategia romano.

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Lo cierto es que el juego se desarrollaba a veces en un ambiente de semiclandestinidad. Los dueños de posadas y tabernas de las ciudades escondían a menudo en sus trastiendas casas de juego clandestinas. El juego se asociaba, así, con la bebida y con la prostitución, aunque las tabernas tenían ventajas respecto a los lupanares, ya que éstos debían permanecer cerrados hasta la hora novena (las tres de la tarde), mientras que posadas y tabernas estaban abiertas desde la mañana a la noche, lo cual permitía a los jugadores acudir a estos lugares a cualquier hora.

EL GUSTO IMPERIAL POR EL JUEGO
Las leyes contra el juego tuvieron, sin embargo, una efectividad limitada y la élite romana se aficionó enormemente a las apuestas. La mejor prueba de ello se encuentra en los propios emperadores. De Augusto cuenta el historiador Suetonio que "jugó siempre sin recato, considerándolo un solaz, sobre todo en la vejez; jugaba, por esto, tanto en diciembre [el mes de las Saturnales] como en cualquier otro mes, fuese o no día festivo".

A su hijo adoptivo y futuro emperador, Tiberio, le escribió en una ocasión: "Mi querido Tiberio: hemos pasado agradablemente las fiestas de Minerva, habiendo jugado sin descanso todos los días. Tu hermano se quejaba; pero, a fin de cuentas, sus pérdidas no han sido graves, y al fin cambió la suerte y se repuso de sus desastres. En cuanto a mí he perdido 20.000 sestercios, por culpa de mis liberalidades ordinarias, porque si hubiese querido hacerme pagar los golpes malos de mis adversarios o no dar nada a los que perdían, habría ganado más de cincuenta mil".

"Hemos pasado agradablemente las fiestas de Minerva, habiendo jugado sin descanso todos los días", escribió Augusto a Tiberio.

Busto del emperador Tiberio. Museo Saint Raymond, Toulouse.

Asimismo, Suetonio dice de Nerón que apostaba siempre cantidades elevadísimas, unos 400.000 sestercios en cada tirada de dados, mientras que el emperador Claudio "fue muy aficionado al juego, escribiendo incluso un libro sobre este arte; jugaba hasta de viaje, pues había hecho construir los carruajes y mesas de madera de tal manera que el movimiento no pudiese interrumpir el juego". Sin llegar a estos extremos, muchos particulares se entregaron con fruición al juego, algunos con fortuna –como cierto ciudadano de Pompeya que ganó en la ciudad de Nuceria, en la provincia de Perugia, la ingente cantidad de 3.422 sestercios, el equivalente a cuatro años de salario de un legionario– y otros hasta arruinarse completamente.
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Jesse James, el legendario bandolero que acabó asesinado
El 3 de abril de 1882, Jesse James, uno de los forajidos más buscados de Estados Unidos, fue asesinado por la espalda por un miembro de su banda para cobrar la recompensa. A partir de ese momento se convertiría en un mito de la historia norteamericana.

Boceto del forajido Jesse James, quien fue asesinado el 3 de abril de 1882

El forajido Robert Ford ponía fin a la vida de Jesse James el 3 de abril de 1882. El bandolero fue abatido en su propia casa, por la espalda. Moría de esta forma un delincuente y nacía una leyenda.

La sangrienta guerra de Secesión tuvo una gran influencia en la vida de Jesse James. El condado de Clay, en Missouri, donde nació, se convirtió en un paso fronterizo entre el Norte y el Sur y allí se libraron combates muy violentos. Jesse y su hermano Frank se unieron a la guerrilla sudista de William C. Quantril,fundador de los Quantrill's Raiders, para luchar a favor del ejercito confederado. La contienda devastó Missouri y al final los James se rindieron a los soldados de la Unión, pero los términos de la rendición no fueron respetados, así que, para sobrevivir, los hermanos acabaron uniéndose a la banda de los Younger, un grupo de forajidos que pronto adquirió notoriedad por la audacia de sus robos y asaltos a trenes.

El su lápida puede leerse: "En memoria de mi hijo amado, asesinado por un traidor y un cobarde cuyo nombre no merece figurar aquí"

LA CREACIÓN DE UN FORAJIDO DE LEYENDA
El acontecimiento que marcó un punto de inflexión en la vida de Jesse James se produjo en 1875, cuando miembros de la Agencia de detectives Pinkerton, muy probablemente contratados por el Gobierno o quizás por los Robber Barons –un poderoso grupo de empresarios que dominaron la industria norteamericana en el último tercio del siglo XIX– decidieron acabar con ellos debido al peligro que representaban para sus intereses económicos. Así, la noche del 25 de junio de ese mismo año, lanzaron una bomba contra su casa. Jesse y su hermano Frank no se encontraban allí ese día, pero no así su madre –que perdió un brazo a consecuencia de la explosión– y su medio hermano Archie, de 8 años, que murió en el atentado. Este hecho desató una oleada de indignación entre la población, puesto que los James eran muy querido por actuar a menudo en favor de los más desfavorecidos.

El 25 de junio de 1875, una bomba lanzada contra la casa de Jesse James hirió gravemente a su madre y mató a su hermanastro

Los James sufrirían otro fatal revés un año más tarde. Tras dar un golpe en el pueblo de Northfield, las cosas se torcieron para los forajidos, que fueron repelidos a tiros por los habitantes. Sólo Jesse y Frank salieron con vida; el resto de la banda resultó muerta o detenida. Pero los James no se dieron por vencidos y formaron un nuevo grupo de delincuentes; por entonces, el gobernador de Missouri ya había puesto precio a sus cabezas: 10.000 dólares.

EL ASESINATO DE JAMES
Fue entonces cuando Robert Ford, uno de los miembros de la cuadrilla, que aspiraba a dirigirla en lugar de Jesse, pensó que era su oportunidad. Con la excusa de planificar un nuevo golpe con Jesse, acudió a su casa con la intención de matarlo y, aprovechando un momento en que este se encontraba desarmado –algunas fuentes dicen que estaba colgando un cuadro–, le disparó por la espalda, huyendo junto con su hermano Charlie. Pero sus planes acabarían fracasando, puesto que de la recompensa prometida sólo cobraron 500 dólares cada uno.

En la actualidad, la casa donde fue asesinado Jesse James aún se conserva y los curiosos pueden ver el agujero de la bala que acabó con su vida. Su cuerpo descansa en el cementerio de Mount Olivet, Kearney (Missouri), y en la lápida encargada por su madre puede leerse: "En memoria de mi hijo amado, asesinado por un traidor y un cobarde cuyo nombre no merece figurar aquí".

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#23


Alfonso DIEZ El Sabio: El mayor cronista de la españa medieval
En la segunda mitad del siglo XIII el rey de Castilla promovió la elaboración de dos grandes crónicas: una de España y otra universal.
Monarquía

Alfonso diez " El Sabio". Rey de Castilla y León. 1221-1284
En la imagen podemos apreciar el óleo del pintor Matias Moreno que se encuentra expuesto en el Palacio del Senado titulado "Alfonso por tomando posesión del mar". En la obra se representa el momento en que, tras la conquista de Cádiz, arrebatada a los moros, Don Alfonso diez tomó posesión del mar para abrir el camino que habría de llevar a los cristianos hasta África.




Catedral de León
La catedral de León fue construida en buena parte bajo el reinado de Alfonso diez de Castilla. Se cree que algunas vidrieras evocan el proyecto imperial del Rey Sabio.




Alfonso diez " El Sabio". Rey de Castilla y León. 1221-1284
Alfonso por dictando una de sus obras. Detalle de una miniatura de "Las cantigas de Santa María". Siglo XIII. Biblioteca de El Escorial.




Códices de Astrología
Ilustradas por un astrolabio, en la imagen podemos apreciar unas páginas del "Libro del saber de Astrología" perteneciente a Scriptorum Regio de Alfonso diez "El Sabio". Año 1296, Universidad Complutense, Madrid.

alfonso diez el Sabio reinó en Castilla y León entre 1252 y 1284. Falto del carisma de su padre, Fernando III, hubo de enfrentarse de lleno a la crisis económica que se abatió sobre Europa desde mediados del siglo XIII y a la rebelión de la nobleza. Acorralado por sus enemigos, el monarca se refugió en la cultura: la poesía, el derecho y también la historia. Su labor en este último campo dio como resultado una biografía de Alejandro Magno y sobre todo dos grandes obras históricas: la General Estoria y la Estoria de España.

La pretensión del Rey Sabio al poner en marcha esta empresa era doble: por un lado, justificar sus derechos al trono imperial de Alemania; y por otro lado, documentar históricamente la preeminencia de la monarquía sobre la nobleza. Objetivos en los que fracasó, pues en 1274 fue designado emperador Rodolfo de Habsburgo y la nobleza acabó imponiéndose a la monarquía en los últimos años de su reinado. La obra histórica de Alfonso por se inserta en una vieja tradición historiográfica en Castilla y León.

Durante la Edad Media se habían compuesto crónicas en latín, escritas por clérigos próximos a la corte –como Lucas deTuy o Ximénez de Rada–, en las que se trataba de justificar el derecho histórico de sus reyes a ocupar las tierras musulmanas de la península Ibérica. La gran novedad de las dos crónicas de Alfonso por fue que su versión original se escribió en lengua vulgar, el castellano.

UNA OBRA COLECTIVA
Para redactar sus dos historias, Alfonso diez eligió personalmente a sus colaboradores, quienes durante varios años, entre 1252 y 1269, recopilaron material, lo ordenaron y tradujeron textos del latín y del árabe. El rey se reconoce como autor de la obra, aunque aclara en la introducción a la General Estoria que no la escribió de su puño y letra, sino que se limitó a dar las directrices del trabajo y corregirlo: «Así como decimos muchas veces, el rey hace un libro, no por que él escriba con sus manos, mas porque compone sus razones y las enmienda y guía y endereza, y muestra la manera de cómo se deben hacer, y de sí escribe las que él manda».

La Estoria de España (o Primera Crónica General) consta de dos partes. La primera, de 565 capítulos, comienza con el Génesis y llega hasta la rebelión de Pelayo contra los musulmanes en Asturias, en 717. Se escribió entre 1270 y 1280. La segunda parte comprende el período que va de Pelayo a Fernando III, y se redactó durante el reinado del hijo y sucesor de Alfonso, Sancho IV. Se hicieron dos versiones: una oficial o culta, en latín, y otra popular, en castellano. Como fuentes se utilizaron la Biblia, las crónicas castellanas de la primera mitad del siglo XIII, los romances populares, los clásicos latinos, las leyendas eclesiásticas y las crónicas árabes. La obra presentaba el reino de Castilla y León como el eje de la historia de España. Tuvo gran difusión, a través de numerosas copias y resúmenes, y fue el ejemplo que siguieron las crónicas castellanas de los siglos XIV y XV.

La General Estoriaes una historia universal estructurada en seis edades (división usual desde san Agustín y san Isidoro), de las que no se completaron la quinta y la sexta. Su método de composición se expone al principio de la obra: «Yo, don Alfonso, por la gracia de Dios rey de Castilla, de Toledo, de León, etc., después que hube hecho reunir muchos escritos y muchas historias de los hechos antiguos, escogí de ellos los más verdaderos y los mejores que supe; e hice después hacer este libro, y mandé poner todos los hechos señalados también de la historia de la Biblia, como de las otras grandes cosas que acaecieron por el mundo desde que fue comenzado hasta nuestro tiempo». La crónica empieza, pues, con la creación del mundo según la Biblia y acaba poco antes del nacimiento de Cristo, uniendo la historia propiamente dicha con relatos legendarios y mitológicos.

UNA JUSTIFICACIÓN DE LA RECONQUISTA
El Rey Alfonso diez, en su Estoria de España, procuró justificar el derecho de los reyes de Castilla y León a reconquistar los territorios de al-Andalus.Por ello presenta a los españoles– identificados con los cristianos castellanos– como descendientes de Tubal, quinto hijo de Jafet y nieto del patriarca Noé; fueron ellos los primeros pobladores de la Península, a la que entraron por los Pirineos y a la que dieron el nombre de Hesperia, por la estrella Espero. Así se enlazaba la historia de España con los tiempos bíblicos.

Los musulmanes de al-Andalus, en cambio, eran invasores extranjeros, y Alfonso describe su ocupación como cruenta y feroz, desde la batalla de Guadalete: «Pues que la batalla fue acabada desventuradamente y fueron todos muertos, los unos y los otros, pues en verdad no faltaba en la tierra quien a la batalla no acudiese, de un cabo al otro, en ayuda del rey Rodrigo... quedó toda la tierra vacía del pueblo, llena de sangre, bañada de lágrimas, cumplida de apellidos, huésped de los extraños, enajenada de los vecinos, desamparada de los moradores, viuda y desolada de sus hijos, confundida de los bárbaros, disminuida por la llaga, fallida de fortaleza, flaca de fuerza, menguada de conocimiento y desolada del solar de los suyos».
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Bodas Reales en la edad moderna: El amor al servicio de la política
Durante la Edad Moderna, los matrimonios reales se negociaban sin tener en cuenta las preferencias personales de los novios. Así, aunque algunos resultaban exitosos, otros eran una auténtica tortura para uno o ambos miembros de la real pareja.
Edad Moderna


Boda de Luis XIV de Francia y la infanta María Teresa en San Juan de Luz. Jacques Laumosnier, 1660. Museo de Tessé, Le Mans.



En la época que va del Renacimiento al siglo XVIII, los príncipes y reyes de Europa no se casaban como la gente común. En ese período, más incluso que en otros anteriores, lo que determinaba un enlace matrimonial en una casa real eran los imperativos políticos. La atracción mutua e incluso el consentimiento de las partes eran ignorados, y los jóvenes casaderos de ambos sexos eran simples peones en las alianzas que las diversas monarquías europeas establecían entre sí.


Los enlaces se negociaban a menudo desde una edad muy temprana, y a los futuros esposos se les preparaba desde niños para su destino de mayores. No era insólito que las princesas viviesen desde niñas en la corte a la que estaban destinadas, a fin de que conocieran las costumbres y la lengua del país.


MADRES ADOLESCENTES
De hecho, a la escocesa María Estuardo la trasladaron a Francia en 1548, con tan solo 6 años de edad, para que fuese educada por sus futuros suegros Enrique II y Catalina de Médicis. Del mismo modo, los matrimonios a veces se precipitaban e ignoraban las diferencias de edad. En 1515, el emperador Maximiliano I acordó el enlace de Ana Jagellón, que contaba 12 primaveras, con cualquiera de sus dos nietos, Carlos y Fernando, con la condición añadida de que si al cabo de un año se rompía el compromiso con los dos archiduques, Ana se casaría con el propio Maximiliano, de 56 años.

El casamiento precoz de adolescentes de entre 12 y 15 años, que en las familias plebeyas constituía un hecho excepcional, se convirtió en una costumbre en las casas reales y ducales de Europa. Ello hacía que las princesas quedaran expuestas a tener hijos a edad muy temprana, en una época en que los partos entrañaban mucho peligro. Claudia de Francia, esposa de Francisco I de Francia, dio a luz a siete hijos, el primero a los 15 años y el último, que le costó la vida, a los 24. Se ha calculado que la mitad de las soberanas europeas casadas cuando tenían menos de 16 años fallecieron antes de los treinta.

Claudia de Francia, esposa de Francisco I de Francia, dio a luz a siete hijos, el primero a los 15 años y el último, que le costó la vida, a los 24.

A la hora de casarse, los príncipes eran un juguete en manos de sus padres y las parejas se prometían sin conocerse. Sin embargo, no todo se hacía "a ciegas". Los diplomáticos, al negociar los enlaces, no olvidaban informar sobre las cualidades físicas de novios y novias. También existían los retratos.


Retrato de boda de Fernando e Isabel, los Reyes Católicos. Siglo XV. Convento de las Agustinas, Madrigal de las Altas Torres (Ávila).

Isabel la Católica, por ejemplo, al principio de las negociaciones para su matrimonio con Fernando de Aragón, recibió del enviado de este un medallón con un retrato suyo en miniatura, lo que, sin duda, la predispuso en favor del apuesto príncipe aragonés, de la misma edad que ella (ambos rondaban los 18 años), en vez de su otro pretendiente, el rey de Portugal, veinte años mayor. En cambio, los retratos de Carlos II no podían disimular sus malformaciones y sus dos esposas, la francesa María Luisa de Orleans y la alemana Mariana de Neoburgo, hubieron de vencer una evidente repugnancia por el partido que su familia les había negociado.

EL PRIMER ENCUENTRO
Los enlaces reales estaban rodeados de interminables formalidades legales. Los representantes de los consortes negociaban los capítulos matrimoniales en los que se fijaba la dote, los privilegios de que gozaría la reina en su nuevo país, los derechos dinásticos a los que a menudo debía renunciar... Una vez resuelto esto, tenía lugar la boda.

Como lo normal era que los novios fueran de países diferentes, la realeza recurrió de forma sistemática a un matrimonio "preliminar" que no exigía la presencia de ambos contrayentes: la boda por procuración o por poderes. El novio enviaba al país de la novia a un príncipe o gran noble que actuaba en su lugar, tanto en la ceremonia eclesiástica como, a continuación, en la alcoba, donde deslizaba una pierna o un brazo en el lecho nupcial como símbolo de que el matrimonio se había consumado.

El novio enviaba al país de la novia a un príncipe o gran noble que actuaba en su lugar.


Matrimonio por poderes entre Enrique IV de Francia y María de Médicis. Rubens, 1622-1625. Museo del Louvre, París.

A continuación, la princesa, considerándose legalmente casada, emprendía el viaje a su nuevo reino con gran aparato, acompañada por un enorme séquito de damas y nobles ricamente ataviados. En la frontera se procedía a la protocolaria ceremonia de entrega y luego era acompañada por un lucido cortejo hasta su encuentro con el rey.

UNA ENTREVISTA "SECRETA"
Antes de la boda propiamente dicha se permitía que los novios se vieran por primera vez. Era un momento que propiciaba la galantería y el romanticismo, incluso la pasión. Juana la Loca, al llegar a Flandes para casarse con Felipe el Hermoso, se entrevistó en "secreto" con su prometido. Felipe, al saludar a su prometida, que iba cubierta con un velo, le dijo: "No he visto nunca manos más bellas que las vuestras, mademoiselle". Sin poder esperar más, los dos jóvenes (ella tenía 16 años y él 18) llamaron a un sacerdote para que los casara y se embarcaron en un "viaje de novios" por Brabante antes de la ceremonia oficial, que tuvo lugar dos días después.


Felipe de Flandes y Juana de Castilla. Díptico del  Maestro de Affligem, 1500. Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica.

La ceremonia de la boda regia constaba de varias fases. El primer acto consistía en la lectura y firma de las capitulaciones matrimoniales. A continuación se procedía al desposorio, mediante el que las partes otorgaban solemnemente su consentimiento al matrimonio. Tenía, por así decirlo, fuerza de contrato social y tras su celebración se podía hacer vida marital. Después (y podían pasar horas o días) se efectuaban las "velaciones", así denominadas porque los cónyuges iban cubiertos con un velo durante la ceremonia eclesiástica que santificaba la unión conforme a las leyes del derecho canónico.

Tras la firma de las capitulaciones matrimoniales Se procedía al desposorio, por el que las partes otorgaban solemnemente su consentimiento al matrimonio.

Como el fin último del matrimonio era la procreación, el ritual civil y sagrado antes descrito no era válido hasta que no se produjese el primer trato carnal. A veces, para tener la garantía de que la consumación se realizaba, el débito conyugal se llevaba a cabo ante testigos. Fue el caso de los futuros Reyes Católicos, cuya noche de bodas discurrió ante ojos escrutadores, como contaba un cronista: "Esa noche fue consumpto entre los novios el matrimonio, donde se mostró cumplido testimonio de su virginidad e nobleza en presencia de jueces e regidores e caballeros, según pertenecía a reyes".

PAREJAS BIEN AVENIDAS
Nada garantizaba que en estos matrimonios de conveniencia no hubiera incompatibilidad de caracteres o falta de atracción mutua. Luis XIV, por ejemplo, mostró enseguida una visible indiferencia por su esposa española, la poco agraciada María Teresa de Austria, para pasar de brazos de una amante a otra.

Aun así, a veces podía surgir la "chispa". El enlace de Carlos V con Isabel de Portugal, resultado de urgencias económicas y de intereses políticos, devino en un amor conyugal idílico. Los hijos del emperador habidos fuera del matrimonio pertenecen a su época de soltero o son posteriores a su viudez. Para mantenerse fiel a la emperatriz y resistir las tentaciones que le asaltaban durante sus numerosos viajes, Carlos V solía mortificarse con disciplinas.

El enlace de Carlos V con Isabel de Portugal devino en un amor conyugal idílico.


Retrato del emperador Carlos V y su esposa Isabel de Portugal. Copia de Rubens de una obra de Tiziano. Palacio de Liria, Madrid.

Otro ejemplo, en el siglo XVIII, fue el de Fernando VI y Bárbara de Braganza. Los diplomáticos decían que la princesa portuguesa era "extremadamente fea" y que a Fernando lo habían engañado enviándole retratos demasiado favorecedores; pero su elegancia, su cultura y su delicadeza personal le ganaron enteramente el afecto de su esposo y de sus súbditos.
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El Cid, un mercenario convertido en leyenda
El 10 de julio de 1099 murió Rodrigo Díaz de Vivar, conocido como el Cid Campeador, un caballero que dedicó su vida a la guerra y que tras su muerte se convirtió en leyenda.


"In Hispania apud Valentiam Rodericus comes defunctus est de quo maximus luctus christianis fuit et gaudium inimicis paganis". Así recogía el Cronicón Malleacense la muerte del Cid Campeador el 10 de junio de 1099, cuando, según cuenta la leyenda, en lo alto de las almenas que defendían la ciudad de Valencia fue atravesado por una flecha perdida (aunque lo más probable es que muriera por causas naturales).

Pese a su leyenda posterior como héroe nacional o cruzado en favor de la Reconquista, Rodrigo Díaz de Vivar se puso a lo largo de su vida a las órdenes de diferentes caudillos, tanto cristianos como musulmanes. En realidad, luchó en su propio beneficio, convirtiéndose en lo que algunos autores definen como un mercenario, un soldado profesional que presta sus servicios a cambio de una paga, más que un combatiente que lucha por unos ideales. Con todo, su vida inspiró el más importante cantar de gesta de la literatura española: El Cantar de mío Cid.


Una historia épica
Su vida y su historia inspiró el más importante cantar de gesta de la literatura española: El Cantar de mío Cid. El códex original de esta obra se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid.

Rodrigo Díaz de Vivar luchó en su propio beneficio a las órdenes de distintos caudillos. Con todo, su vida inspiró un famoso cantar de gesta: El Cantar de mío Cid

UN VALIENTE CABALLERO
Tras un combate singular para dirimir el domino de unos castillos fronterizos que se disputaban los monarcas de Castilla y Navarra, Rodrigo Díaz de Vivar venció al caballero navarro Jimeno Garcés, lo que aumentó el prestigio que ya tenía como alférez real en la corte del rey Sancho II.

Tras la muerte de Sancho II en el sitio de Zamora, su hermano Alfonso VI se convirtió en rey y a pesar del resentimiento que tenía hacia Rodrigo Díaz tras las batallas de Llantada (1068) y Golpejera (1072), en las que el nuevo monarca se vio obligado a refugiarse en la corte musulmana, lo honró concediéndole la mano de la dama Jimena, al parecer hija del Conde Diego Fernández y pariente del propio monarca.

A pesar de su resentimiento hacia Rodrigo, Alfonso VI lo honró concediéndole la mano de su pariente Jimena

Las maneras del Cid
Uno de los episodios más recordados de este personaje ocurrió tras un ataque musulmán a la fortaleza de Gormaz (Soria). Cuando la noticia llego a oídos de Rodrigo Díaz, sin esperar órdenes del rey, reunió a su ejército y penetró en el reino toledano en busca de los culpables. Aún así, esta acción unilateral interfirió en los planes del rey Alfonso, que decidió desterrar al Cid.


En el año 1081, cuando el rey Alfonso de León se encontraba batallando por tierras toledanas sin la ayuda de Rodrigo, los musulmanes atacaron por sorpresa Gormaz (Soria) y obtuvieron una importante victoria, logrando un cuantioso botín. Cuando la noticia llego a oídos de Rodrigo Díaz, sin esperar órdenes del rey, reunió a su ejército y penetró en el reino toledano en busca de los culpables. La actuación de Rodrigo en Toledo, ciudad de la que retornó trayendo consigo hasta 7.000 cautivos entre hombres y mujeres, interfirió en los planes que tenía el rey Alfonso para anexionar este territorio sin necesidad de la violencia. A modo de castigo, el monarca desterró al caballero, pero esto no conllevó la pérdida de sus bienes personales.


DOS VECES EXILIADO
Tras ser rechazados los servicios de Rodrigo Díaz por los condes de Barcelona, Ramón Berenguer II y Berenguer Ramón II, el de Vivar decidió ayudar a al-Muqtadir, rey de Zaragoza, en la lucha que mantenía con su hermano al-Mundir, rey de Lérida, Tortosa y Denia, y que contaba con el apoyo de los condes de Barcelona y del monarca Sancho Ramírez de Aragón. Rodrigo Díaz derrotó a Berenguer Ramon II en Almenar en 1082 y cerca de Morella a al-Mundir y al monarca aragonés en 1084. Fue en este período cuando recibió el sobrenombre de el "Cid", derivado del vocablo árabe sid, que significa "señor".


Fue durante su primer exilio y tras derrotar a Berenguer Ramon II y a al-Mundir, cuando Rodrigo recibió el sobrenombre de el "Cid"

En 1086, un hecho trascendental cambiaría la historia de la península Ibérica. Un gran ejército almorávide, procedente del Sahara, atravesó el estrecho de Gibraltar. Profesaban una interpretación rigorista del islam y estaban dispuestos a imponerla a sangre y fuego. En noviembre de 1088, Alfonso VI solicitó ayuda al Cid para atacar a los almorávides que sitiaban la fortaleza de Aledo en Murcia. El encuentro entre las tropas de Alfonso y del Cid debía producirse en la zona alicantina de Villena, pero ambos ejércitos, por causas desconocidas, no llegaron a encontrarse.

Un auténtico mercenario
A Rodrigo Díaz de Vivar se le recuerda como un héroe nacional por haber participado de forma determinante en la llamada Reconquista de la Península ibérica. Sin embargo, en realidad fue un verdadero mercenario, pues a lo largo de su vida luchó por sus propios intereses, a veces en el bando cristiano y otras en el musulmán.

El Cid montó su campamento en Elche y allí supo que el rey Alfonso, furioso por no haber recibido la ayuda solicitada, lo había declarado traidor. Esta era la máxima deshonra para un caballero, cuyas consecuencias eran terribles: la pérdida de todos sus bienes y el destierro. A partir de este momento, el Cid, convertido en un caudillo independiente, siguió actuando en Levante guiado por sus propios intereses. En 1090, se hizo con el protectorado de todo Levante.

Al-Qadir, rey de las taifas de Toledo y Valencia, pagaba impuestos al Cid, quien usurpaba así los pagos que antes habían pertenecido a Alfonso VI. Ese mismo año el Cid derrotó a la coalición que formaron al-Mundir y Berenguer Ramón II, a los que derrotó en Tevar en 1090 expulsando al conde catalán de la zona levantina.

CONQUISTA DE VALENCIA
Mientras tanto, Alfonso VI, que pretendía recuperar la iniciativa en Levante, estableció una alianza con el rey de Aragón, el conde de Barcelona y las ciudades de Pisa y Génova, cuyas respectivas tropas y flotas participaron en la expedición, avanzando sobre Tortosa (entonces tributaria de Rodrigo) y la propia Valencia en el verano de 1092. Pero el ambicioso plan fracasó y Alfonso VI hubo de regresar a Castilla al poco de llegar a Valencia. Mientras, Rodrigo, que se encontraba en Zaragoza negociando una alianza con el rey de dicha taifa, lanzó, como represalia, una dura incursión contra La Rioja.

En los años siguientes, las campañas para la conquista de Valencia, hasta ese momento en poder de Ibn Ŷaḥḥāf, asesino de al Qadir, fueron constantes. En 1093, el Cid cercó la capital, que empezó a sufrir privaciones. El ejército del Cid emplazó máquinas de guerra que causaron grandes daños en los muros de la ciudad y por fin, tras un año de sitio, Valencia cayó en manos del Cid que se proclamó "príncipe Rodrigo el Campeador" el 17 de junio de 1094.

A pesar de la victoria, los intentos almorávides por recuperar la ciudad no cejaron y a mediados de septiembre de ese mismo año un ejército al mando de Abu Abdalá Muhammad ibn Tāšufīn, llegó hasta Quart de Poblet, a cinco kilómetros de la capital, y la asedió, pero fue derrotado por el Cid en una batalla campal. ​

Valencia cayó en manos del Cid en 1094, donde se proclamó príncipe Rodrigo el Campeador

A la muerte del Cid, su esposa, Jimena, mujer de vigoroso carácter, prolongó la resistencia local dos años más antes de rendirse al empuje musulmán.Abandonó Valencia con los restos de su esposo, que enterró en el monasterio de Cardeña para posteriormente, y tras muchas vicisitudes, ser enterrado junto a ella en la catedral de Burgos, donde hoy puede visitarse su tumba.
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EL PIGMENTO TÓXICO QUE MATÓ A NAPOLEÓN

Napoleón no fue envenenado, se envenenó él mismo sin saberlo
Una leyenda popular sobre Napoleón Bonaparte dice que fue envenenado. Esta es una verdad a medias: es cierto que se envenenó, pero fue de forma accidental y fruto de una decisión suya.

La muerte de Napoleón, por Charles von Steuben.

Cuando Napoleón Bonaparte murió en la isla de Santa Elena, el 5 de mayo de 1821, se le realizó una autopsia en la que, entre otras cosas, se determinó la causa del fallecimiento: cáncer de estómago. Años más tarde, cuando su cuerpo fue trasladado a Francia, se observó que estaba extrañamente bien preservado, por lo que se realizó un segundo examen forense y se le tomaron muestras de cabello. Los resultados mostraron niveles insólitamente altos de arsénico, lo que podría explicar el buen estado del cuerpo, pero levantó de inmediato la sospecha de que Napoleón había sido envenenado por sus captores ingleses.

El rumor encontró eco en el presitigioso diario The Times, el cual anteriormente ya había insinuado que el gobierno británico estaba intentando acelerar la muerte del ex-emperador manteniéndolo en unas condiciones de vida deplorables. Las insinuaciones no carecían de fundamento, ya que incluso Hudson Lowe, el oficial al cargo de vigilar a Napoleón en su residencia de Longwood House, remitía a sus superiores las continuas quejas del servicio por el frío y la humedad de la casa.



Longwood House, la casa donde vivió Napoleón durante su exilio en Santa Elena.

EL PIGMENTO ASESINO

Desde entonces, sobre la muerte de Napoleón ha planeado la sospecha del envenenamiento. Y la verdad es que, ciertamente, fue envenenado, aunque no del modo que se creía: fue un accidente y, lo que resulta más irónico, fruto de una decisión del propio Napoleón. El agente asesino era ni más ni menos que el pigmento con el que estaban pintadas las paredes de varias habitaciones.

Se trataba de un pigmento llamado verde de Scheele, en honor al químico que lo inventó, Carl Wilheim Scheele. Químicamente hablando se trata de arsenito de cobre, un compuesto que contiene arsénico, elemento cuya toxicidad aún se subestimaba en los tiempos de Napoleón. Con el tiempo se ha sabido que este pigmento era altamente tóxico, a causa del desprendimiento en el aire de las partículas de arsénico, que respiraban los habitantes de la casa. La exposición regular a este elemento incrementa el riesgo de padecer varias enfermedades, entre las cuales el cáncer de estómago del que murió Napoleón.

"Mujer bordando", óleo por el pintor Georg Friedrich Kersting, en el que se muestra el verde de Scheele.

Lo más trágico del asunto fue que la decisión de pintar la casa con verde de Scheele fue del propio Napoleón, puesto que ese era su color favorito. Existían, por supuesto, otros pigmentos verdes, pero el de Scheele era muy usado en aquella época porque era muy duradero y tardaba mucho en decolorarse. Hacia 1860 se demostró que era tóxico y aun así tardó todavía muchos años en desaparecer del mercado.

Pero seguramente el pigmento no fue el único agente asesino: debido al clima húmedo de la isla de Santa Elena, es muy probable que las paredes de la casa fuesen un nido de hongos. Estos, en combinación con ciertos compuestos de arsénico como el del verde de Scheele, liberan arsano, un gas altamente tóxico que es absorbido por el tracto gastrointestinal, resultando en un envenenamiento prolongado. Debido a que Napoleón, en los últimos años de su vida, pasaba cada vez más rato encerrado en su habitación, estaba respirando continuamente aire envenenado. Meses antes de su muerte, empezó a mostrar síntomas evidentes del envenenamiento – como una sed inusual – que, finalmente, lo llevó a la tumba.
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José Bonaparte, el rey que robó un velázquez
El hermano de Napoleón, a quien el emperador impuso como monarca, trató de llevarse 200 pinturas de las colecciones reales españolas en 1813 durante la retirada de las tropas francesas de la península ibérica, entre ellas El aguador de Sevilla de Diego Velázquez, que fueron recuperadas por el duque de Wellington y actualmente se encuentran en Londres.


El aguador de Sevilla, una de las telas que José Bonaparte trató de expoliar de las colecciones reales españolas y que actualmente pertenece a la Apsley House de Londres.

La Apsley House de Londres alberga una de las colecciones de arte más importantes del Reino Unido, que incluye creaciones de los principales pintores y escultores europeos de todas las épocas. Entre las piezas más destacadas se encuentran El aguador de Sevilla de Diego Velázquez, la Última cena de Juan de Flandes, o Danae recibiendo la lluvia de oro, de Tiziano. Todos ellos pertenecieron hasta el siglo XIX al patrimonio real español.

¿Cómo llegaron estas obra maestras, que en condiciones normales colgarían de las paredes del Museo del Prado, a Londres? La historia forma parte de uno de los últimos episodios de la guerra de la independencia española y tiene como protagonistas al duque de Wellington (primer propietario de la Apsley House) y al francés que entonces reinaba en España, José I Bonaparte. El suceso tiene tintes novelescos, y de hecho el escritor Benito Pérez Galdós ya lo usó como argumento de uno de sus Episodios Nacionales: El equipaje del rey José.

EXCESO DE EQUIPAJE
Para conocer la historia hay que retroceder hasta el mes de marzo de 1813, cuando José I recibe una comunicación de Napoleón: la guerra en el frente ruso está resultando un desastre y el emperador le pide ayuda para frenar el avance de las potencias enemigas sobre la misma Francia. El monarca ordena entonces a todas las tropas francesas dispersas por la península ibérica que se replieguen y se dirijan a la frontera para cruzar a Francia.

El propio José I se prepara con sus ejércitos para hacer lo propio desde Madrid. Entre las pertenencias que Bonaparte carga en su convoy se encuentran dos centenares de pinturas, entre ellas alguna de las joyas de la colección real: obras de Giulio Romano, Correggio o Elsheimer, además de los ya citados, Juan de Flandes, Tiziano y Velázquez.

José I retratatado por Josef Lefèvre.

La inminente partida del rey desata una actividad febril en la corte: "En palacio están empaquetando a toda prisa cuadros y alhajas [...] Nos llevamos hasta los clavos". La cantidad de posesiones que José I pretende trasladar a Francia obliga "a embargar todos los coches y carros de la villa, y aún no bastará", para acarrear el valioso equipaje, concluye un personaje de la novela galdosiana. Con todos estos bultos, el rey emprende el camino hacia el norte.

LA GRAN BATALLA FINAL DE LA GUERRA
Antes de cruzar la frontera, José I agrupó a todas sus fuerzas en las cercanías de Vitoria, adonde el monarca llegó el 19 de junio. Allí se dirigió también el gran ejército aliado comandado por Arthur Wellesley, el futuro I Duque de Wellington, para cortarles el paso.



El convoy real, con todas las joyas y obras de arte, se reunió con el resto de tropas francesas de la península en Vitoria.

Dos días después, estos dos formidables ejércitos libraron un terrible combate que acabó con una aplastante victoria de los aliados. La batalla de Vitoria fue el último gran enfrentamiento de la guerra de independencia española y supuso el principio del fin de la ocupación francesa.

Por la tarde, los vencedores desguazaban carros, maletas y cualquier posesión de los vencidos. Cuando hallaron el coche del monarca, en él no solo había mapas, cartas y documentos de Estado. También encontraron los casi dos centenares de telas que José I había extraído de sus marcos en Madrid y que había dejado atrás en su precipitada huida hacia Pamplona.

La retirada de Bonaparte se frustró en Vitoria, así como el traslado del preciado botín que el monarca acarreaba, que acabó en manos inglesas.

VIAJE A INGLATERRA
Wellesley, que estaba lejos de ser un experto en arte, decidió enviar las obras a Londres para ponerlas bajo custodia de su hermano lord Maryborough. Este encargo examinar y catalogar todo el material y solo entonces se descubrió la magnitud del tesoro que el rey José pretendía llevarse a Francia.

Al conocer la procedencia de las obras que habían caído en sus manos, el militar inglés dio instrucciones para trasladar al nuevo rey español su intención de reponer las obras de arte a la colección real. Así en 1814 pidió comunicar a Fernando VII el paradero de las obras y su deseo de devolverlas a España.

El Duque de Wellington cerca de 1816 retratado por Thomas Lawrence.

UN REGALO INESPERADO
No se sabe la razón, pero no recibió respuesta. Cansado de esperar, al cabo de dos años Wellington volvió a ponerse en contacto con la casa real española, por medio de una carta al conde de Fernán Núñez, representante español en Inglaterra. El noble español, en nombre de la Corona, le dio una sorprendente respuesta: "Su Majestad, conmovido por vuestra delicadeza, no desea privaros de lo que ha llegado a vuestra posesión por cauces tan justos como honorables". Un generoso gesto de Fernando VII.

Fernando VII regaló a Wellington las obras "que han llegado a vuestra posesión por cauces tan justos como honorables".

En esa época Wellington había vuelto a Inglaterra y estaba organizando su propia colección. El héroe de las guerras napoleónicas, vencedor en Waterloo, fue colmado de honores y regalos por los países a los que liberó. Estaba reacondicionando Apsley House para convertirla en su nueva residencia y donde depositó todas las obras de arte que había adquirido en los últimos años.

A su muerte, el duque dispuso la indivisibilidad de su colección y su cesión al English Heritage para su conservación. Sus herederos convirtieron Apsley House en un museo y en 1947 cedieron el edificio al Estado británico que actualmente se encarga de su mantenimiento. En el museo se exhiben en la actualidad 83 de las obras que en Inglaterra llaman el "regalo español" que Fernando VII había hecho a Wellington tan solo tres años antes de inaugurar su Museo Real de Pinturas en El Prado al que todos esos cuadros parecían estar destinados.
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¿Qué tienen que ver los conejos y los huevos con la pascua?
Más allá de su significado religioso, la Pascua tiene una serie de tradiciones cuyo origen es desconocido para muchos. ¿Cuál es el origen del conejo de Pascua, la costumbre de pintar huevos o los dulces que se consumen en varios países?

Pascua es una de las épocas en las que se mezclan más tradiciones, tanto religiosas como paganas. Es una celebración cristiana de origen judío, cuyos símbolos por excelencia – los conejos y los huevos – están asociados al paganismo germánico; y como guinda del pastel, en varios países se preparan dulces de origen musulmán o cristiano ortodoxo.

LOS ORÍGENES DE LA PASCUA
La Pascua es una celebración con raíces en tradiciones muy diversas. Por una parte, la celebración en sí y el nombre de la misma proceden de una fiesta judía llamada Pésaj, que se celebraba ya en tiempos del Reino de Israel al menos desde el primer milenio a.C. y que conmemora la liberación de los esclavos hebreos de Egipto, narrada en el Éxodo bíblico. Se celebra en el mes de Nisán, el primero del calendario hebreo, coincidiendo con el inicio de la primavera.


La Pascua cristiana tomó forma durante el Primer Concilio de Nicea, celebrado en el año 325 d.C. Entre otras cosas, en esa ocasión se separó de la tradición hebrea y se fijó su fecha en el primer domingo después de la primera Luna llena tras el equinoccio de primavera (en el hemisferio norte).

Con la conversión del Imperio Romano al cristianismo, la Pascua se impregnó de otras festividades y símbolos de la primavera a lo largo y ancho del Imperio. En particular, una diosa germánica llamada Ostara (Êostre en lengua proto-germánica) parece ser la responsable de aportar a la Pascua uno de sus símbolos modernos: el conejo o la liebre, puesto que estos animales simbolizaban la fertilidad debido a su gran capacidad reproductiva.


Ostara, xilografía de Eduard Ade en una obra de Johannes Gehrts.

EL ORIGEN DEL CONEJO DE PASCUA Y LOS HUEVOS DECORADOS
El origen del conejo de Pascua (a veces representado como una liebre), sin embargo, es bastante más moderno. Apareció por primera vez en los territorios luteranos del Sacro Imperio Romano Germánico como una especie de Santa Claus primaveral: al igual que este, juzgaba qué niños habían sido buenos o no y les dejaba regalos, que inicialmente eran huevos y más adelante fueron dulces. Esta tradición aparece documentada por primera vez a finales del siglo XVII.

La pregunta obligada es qué tienen que ver los huevos en todo esto, si ni conejos ni liebres son ovíparos. Si buscamos un origen remoto, los huevos son también un símbolo de fertilidad, por lo que es posible que ambos símbolos se mezclaran. Sin embargo, hay una explicación más cercana y práctica y tiene relación con la Pascua cristiana.


Conejo de Pascua decoraciones (Dr  Bernd Gross)
Decoraciones de Pascua en un pueblo de Sajonia, Alemania.

Durante la Cuaresma, el periodo de abstinencia que precede a la Pascua, estaba prohibido consumir carne pero también huevos. Eso generaba, durante seis semanas, un exceso de huevos que las gallinas ponían y no eran consumidos, pero que era un desperdicio tirar. Por ese motivo, los huevos se recogían, se hervían para conservarlos durante más tiempo y se marcaban con tintes naturales, como pela de cebolla, para diferenciarlos de los frescos.

Este es también el origen de la tradición de decorar huevos por Pascua, que se convirtió más adelante en todo un arte y derivó en multitud de costumbres, como colgarlos de las ramas de un árbol o esconderlos para que los niños los encuentren.

LA LLEGADA DEL CHOCOLATE Y LOS DULCES DE PASCUA
La llegada de los conquistadores españoles a América supuso la introducción de muchos nuevos alimentos en Europa, y uno de los que tuvo más éxito fue el chocolate. Esta bebida hizo furor en la corte francesa y fue precisamente en esta donde se originaron los huevos de Pascua de chocolate, durante el reinado de Luis XIV.

Poco después, en Turín, una mujer viuda de la que solo conocemos el apellido (Giambone) tuvo la idea de vaciar huevos de gallina y rellenarlos con chocolate, dando origen a los huevos de Pascua que hoy conocemos. Con la llegada de los moldes en el siglo XX, esta tradición derivó en una gran variedad de figuras y en exhibiciones de artesanía del chocolate que, no pocas veces, alcanzan la categoría de arte.

Esculturas chocolate
Una réplica del Big Ben elaborada con 45 Kg. de chocolate. Llevó más de 100 horas de trabajo terminarla.

Por otra parte, varios países tienen sus propias tradiciones culinarias. En España, especialmente en las regiones que formaban parte de la Corona de Aragón, es típico un dulce conocido como la mona de Pascua, en forma de pastel o rosco y que puede ser elaborado con una gran variedad de ingredientes, aunque las más típicas son las de fruta confitada. Originalmente llevaban también huevos de gallina, que hoy en día han sido ampliamente sustituidos por los de chocolate.

El origen de la mona de Pascua se remonta al menos al siglo XV y, aunque sus orígenes son inciertos, se cree que deriva de un dulce que los moriscos ofrecían a sus señores; de ahí procedería su nombre: mouna, un término árabe que significa "provisión de la boca". Otra posibilidad es que derivase de un dulce siciliano llamado cuddura, que se comía en tiempos de Pascua y procedía de los ritos litúrgicos ortodoxos. En la actualidad, en la isla se consume el agnello pasquale, una figura en forma de cordero elaborada con masa de almendras y de pistacho.
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La moda de la españa del siglo de oro
En el siglo XVII, la vestimenta se convirtió en una obsesión para una sociedad que valoraba la apariencia por encima de todo
Felipe II

la familia del pintor Juan Martínez del Mazo, vestida a la moda de la década de 1660.

La mañana venida, levantámonos, y comienza a limpiar y sacudir sus calzas y jubón y sayo y capa. Y vístese muy a su placer, despacio [...]. Y con un paso sosegado y el cuerpo derecho, haciendo con él y con la cabeza muy gentiles meneos, echando el cabo de la capa sobre el hombro y a veces sobre el brazo, y poniendo la mano derecha en el costado, salió por la puerta». Éste era el ritual que, según el Lazarillo –la más célebre novela picaresca del siglo XVI– repetía cada mañana el amo de Lazarillo: un hidalgo venido a menos, que no tenía apenas con qué comer o pagar a su criado, pero que a pesar de sus dificultades económicas no salía nunca a la calle si no era vestido con toda la elegancia que podía aparentar.

Su caso no era excepcional. En la España del Siglo de Oro, el vestido no era algo utilitario o funcional, como en buena parte lo es hoy en día, sino que expresaba la condición social de cada uno. Todos debían prestar la máxima atención a las apariencias, puesto que lo realmente importante era lo que uno parecía, no lo que uno era.

DIME CÓMO VISTES...
Si camináramos por las calles españolas durante el Siglo de Oro nos resultaría sencillo identificar la clase social e incluso la profesión de cada individuo de acuerdo con su vestimenta. Los médicos lucían ostentosamente una sortija en el pulgar y llevaban el ropaje universitario y la capa; el juez portaba la llamada garnacha –una larga vestidura de paño con vueltas de velludillo, similar al terciopelo– y se cubría con un birrete; los estudiantes solían lucir ropas de vivos colores y portar joyas, a pesar de las prohibiciones universitarias que invitaban a la austeridad y sencillez. Los soldados, por su parte, aunque carecían de uniforme, se distinguieron por sus emplumados sombreros, que les valieron el sobrenombre de «papagayos».


1557 El príncipe Don Carlos, con un cuello de lechuguilla del siglo XVI. Óleo por A. Sánchez. Museo del Prado, Madrid.

El problema se presentaba cuando alguien se vestía como no le correspondía, imitando las modas de las clases superiores. Tirso de Molina, en una de sus obras de teatro, se quejaba de que un simple zapatero, en vez de vestirse con cordobán (un tejido basto de piel de cabra curtida), llevara ropa de gorgorán, es decir, de seda; o que una mulata se cubriera con paño fino de Sevilla. Para él, todo aquello era una clara señal de la decadencia del país.


Justillo francés creado hacia 1620, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York


El gusto por el lucimiento llevó asimismo a cambios constantes en la forma de vestir. Ello era cierto sobre todo en Madrid, capital de la monarquía, donde nobles y damas de la corte inventaban constantemente nuevas modas en la indumentaria que enseguida alcanzaban gran difusión. Este fenómeno se aceleró a comienzos del siglo XVII. Hasta entonces, el traje nacional había sido triste y sombrío, marcado por la austeridad y el predominio del color negro durante el reinado de Felipe II. Sin embargo, con Felipe III, su sucesor, se vivió un cambio hacia colores brillantes y rutilantes y a prendas de un gran lucimiento. Aun así, con la llegada al trono de Felipe IV, los colores se apagaron y se volvió al negro. En 1623 se prohibió el uso de la lechuguilla, cuello exagerado en forma de gran abanico, para dar paso a la valona, un cuello grande y plano que caía sobre los hombros.

Bartolomé González y Serrano   Queen Margarita of Austria   
1609 La reina Margarita de Austria luciendo una lechuguilla del siglo XVII. Óleo de B. González. Museo del Prado, Madrid.

El gusto, o la obsesión, por la moda no hacía distinción de sexos; los hombres ponían tanto cuidado en su propia imagen como las mujeres, y se cubrieron de toda suerte de galas y ropa ostentosa. Buscaban acentuar algunas partes de su físico, como pectorales, hombros y piernas. La entrepierna centrará la mirada de la época, con la introducción de la bragueta (una suerte de saquito de tela forrada que se sujetaba en la parte delantera de las calzas y que podía sobresalir de éstas) y las cintas decorativas. Más de un eclesiástico puso el grito en el cielo por este motivo: «¿Puede llegar el traje a más desorden que al que ha llegado en estos tiempos? Y los hombres con unos calzones tan ajustados, que en la misma estrechez manifiesta la forma del muslo y algo más que por decencia callo».

CALZAS Y GUARDAINFANTES
Las calzas eran, en efecto, un elemento muy valorado del vestuario masculino español. Cubrían el muslo y la pierna, y adoptaron formas cada vez más sofisticadas, que marcaron tendencia en Europa. En tiempos de Felipe II solían llevar cuchilladas (unas aberturas que mostraban otra tela de distinto color), y bajo su sucesor adoptaron una característica forma abombada. Los que no podían pagárselas imaginaban curiosas trazas para imitarlas, como un personaje del Buscón, la famosa novela de Quevedo publicada en 1626. Escribía Quevedo: «Desarrebozóse y hallé que debajo de la sotana traía gran bulto. Yo pensé que eran calzas, porque eran a modo de ellas, cuando él, para entrarse a espulgar [limpiarse las pulgas o piojos], se arremangó, y vi que eran dos rodajas de cartón que traía atadas a la cintura y encajadas en los muslos, de suerte que hacían apariencia debajo del luto, porque el tal no traía camisa ni gregüescos [un tipo de calzas], que apenas tenía qué espulgar según andaba desnudo».


Guantes de piel, con puños en raso de seda bordada. del año 1650. Museo Smithsonian del Diseño, Nueva York.

La capa siguió siendo una prenda obligatoria en España y de un gran valor material. Había ladrones especializados en robarlas, llamados capeadores, lo que hacía decir a un poeta que sufrió una vez un asalto por un grupo de ellos: «¡Que maten por una capa / que no saben si es de paño / de Segovia!», es decir, de un tejido vulgar, y no de una tela cara.

Las modas en el vestuario femenino también hicieron furor en la España del Siglo de Oro y se convirtieron en un arte de seducción. Como escribía Lope de Vega de una mujer muy peripuesta: «Toda es vana arquitectura; / porque dijo un sabio un día / que a los sastres se debía / la mitad de la hermosura». El vestido se combinaba con joyas, y eran usuales las cuchilladas en cuerpo y mangas. Se utilizaban tejidos suntuosos: encaje, tafetán, terciopelo, brocados...

1632 Felipe IV vestido de cazador, con una valona masculina. O´leo por Diego Vela´zquez. Museo del Prado, Madrid.

Desde el siglo XVI se impuso la moda del verdugado (enaguas armadas con aros de alambre, madera o «ballenas», que se acampanaban hacia el borde inferior de la falda) sobre el que colocaban diferentes tipos de faldas, como la pollera, el guardapiés o el faldellín. En la década de 1630 triunfaron los inmensos e incómodos guardainfantes, así llamados porque servían a las damas para ocultar sus embarazos, según se decía. Aun así, el vestido femenino era más recatado que el masculino; el busto estaba aprisionado por una suerte de corsé llamado «cartón de pecho» que ocultaba las formas, y en 1639 se llegó a prohibir incluso el escote.

EL VESTIDO DE LOS HUMILDES
Pero no todo el mundo disponía de medios para seguir los requerimientos de la moda. Los trajes no eran baratos. Se podían comprar ya hechos, pero muchos preferían encargárselos a un sastre pese a la mala fama que tenía esta profesión. Eran constantes las quejas por la tardanza de los sastres en entregar las prendas, por el precio que cobraban y aún más por los engaños en la calidad del tejido utilizado. Los poetas recogieron estas críticas, y uno de ellos se preguntaba en una de sus composiciones: «Perdón: ¿Santo y sastre?»

Mariana de Austria, esposa de Felipe IV. 1652. óleo por Velázquez. Museo del Prado, Madrid.

Los que no podían costearse galas y ornatos lujosos se contentaban con un vestido sencillo, compuesto de camisa amplia de lino o algodón, jubón terminado en pico con formas acuchilladas en las mangas, calzas cortas o bien a media pierna, bragueta y unas medias de lana que se sujetaban con jarreteras (una especie de ligas). Por su parte, las mujeres humildes y de clase media vestían faldas largas y sin adornos, combinadas con blusas o camisas sencillas. Normalmente se llevaba una pañoleta que cubría los hombros y se anudaba sobre el pecho. En épocas de frío, un manto de paño o lana proporcionaba algo de calor. Pese a su sencillez, hay que observar que el vestido popular no permaneció ajeno a las modas aristocráticas, que inspiraron muchos trajes regionales de la época moderna.


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